martes, 11 de julio de 2017

el estanquero

Llevo más de treinta años matando a gente. Y mi mujer, y mis dos hijos. Y contando a los que mataron mis padres cuando heredé el estanco, tranquilamente pasen de los mil, o más; es un estanco grande y bien situado. Hay un colegio al lado, unos cuantos bares, una pescadería, una carnicería, una tienda de alimentación, un quiosco… y, curiosamente, una farmacia enfrente, cruzando la acera, que es de mi cuñado.
Uno no acaba nunca de darse cuenta de que es un asesino. Sólo cuando echas en falta a fulano o a mengano y después de un tiempo descubres que ha muerto. Y recuerdas cuando le aconsejabas que visitara la farmacia de enfrente para que le dieran algo por esa tos tan cogida que tenía, que no se le iba, ni a tiros, ni en verano, ni nunca… luego, se te olvidaba, hasta que desaparecía otro cliente.
Pero siempre hay nuevos clientes. Y el colegio de al lado es una buena cantera.
Mis hijos ya no trabajan aquí; el mayor acabó Medicina y el pequeño está terminando Derecho. Sólo cuando vienen de visita nos echan una mano para seguir matando. Al mayor, al médico, le hace mucha gracia ayudarnos a vender tabaco y, como es muy gracioso, siempre le suelta algún chiste a algún cliente sobre la salud. Todos se mueren de la risa. El pequeño, el de Derecho, es más soso y no se ríe casi nunca, y habla de los derechos de la gente, y nos aburre; no creo que se case nunca, es como hablarle a la pared. Y encima fuma; el único de nosotros cuatro. Debe de ser tonto. No sé de dónde habrá sacado esa estúpida idea de matarse poco a poco, con lo que ha visto, con la educación que ha tenido.

Me jubilaré antes de tiempo. He ahorrado bastante, por mi cuenta, sin contar con lo que me quedará de pensión. Ya no se fuma lo que se fumaba, y nos fríen a impuestos. Tuve que vender el chalet que teníamos en las afueras, en el campo; y alquilar, en invierno, nuestro piso de Mojácar. Pero vamos tirando. Eso sí, en cuanto traspasemos el estanco, vamos a vivir la vida como nos merecemos, la vida de los demás.

domingo, 23 de octubre de 2016

El moroso

Cuando llegó a su casa abrió y cerró la puerta con suavidad. Bordeó el pasillo pegado a la pared para evitar que el suelo de madera crujiera, dando un pequeño salto hacia la cocina, sorteando una de las tablas sueltas que tenía contadas. En la cocina abrió el frigorífico e hizo recuento antes de intentar cenar. Hasta dentro de tres días no cobraría las clases de inglés del único alumno que le quedaba. Estaba empezando a olvidar el idioma. Y no tenía amigos ingleses con quien practicar.  Los diccionarios los había vendido mal a una tienda de compra venta, de las que te compran un libro por algo parecido a un puñetazo y te lo venden por tres veces lo que te costó.
Debajo vivía la dueña del piso; una señora muy mayor y muy amable. Ahora, había dejado de ser tan amable, por lo menos con él, y con razón, los meses sin pagar el alquiler se acumulaban peligrosamente, y las excusas se habían agotado, como la comida del frigorífico, que parecía una cueva por el eco que producía, al abrir la puerta con esperanza y, sobre todo, al cerrarla con desesperación; como esperando el milagro de un dios en el que no creía.
Dentro, dos salchichas en un paquete y un bote abierto de tomate con moho. Y en la despensa, una botella de aceite de girasol boca abajo y algo de arroz; granos que podías contar en diez segundos.
Hacía tiempo que no cruzaba la ciudad de punta a punta para llegar al supermercado más barato. Y recordaba estos viajes con emoción. Cuando lo poco es demasiado.
Se había acostumbrado a ducharse con agua fría, cuando sabía que la dueña había salido, para que no oyera el ruido de la madera, mientras corría por el pasillo para secarse y entrar en calor. Algunos días, incluso, le parecía divertido y se reía. Otros, corría más despacio.
Su único alumno no volvió y decidió robar. El hambre hace que la gente cambie la manera de ser y de pensar. Tampoco era un santo; pero nadie lo era. El primer atraco lo daría en un quiosco y se llevaría dos o tres bolsas de gusanitos, de los que se ponen cerca de la puerta, los que nadie quiere y ya están caducados. Mientras preparaba el golpe por la noche, tendido en la cama, pensó que no había mucho que preparar, que con sólo despistar un poco al dueño o esperar a que dentro del quiosco hubieran tres niños, podría llevarse las bolsas de la entrada sin problema. Tanto pensar en gusanitos le dio hambre y se comió las dos salchichas del frigorífico, sin freír; también se le había acabado el gas. Y tiró la lata de tomate con moho a la basura. A partir de mañana su hambre cambiaría.
Dos horas antes de que el quiosco abriera, él ya estaba despierto y dando vueltas por la casa, esquivando maderas con ruido. Había dormido unas horas gracias a la cena improvisada. Se tomaría una café en algún bar repleto, aprovechando el día del mercado en la ciudad, y aprovecharía no pagar, colándose entre los vendedores de frutas y verduras. Casi siempre se llevaba una naranja y un tomate.
Se dio cuenta de la estupidez del robo de tres bolsas de gusanitos de camino al quiosco. El hambre le estaba engañando. Si podía comerse una zanahoria cruda gratis en el mercado, qué hacía robando bolsas de harina requemada con sal... pero era un reto, igual que el reto del mercado, cuando lo fue y se lo tomó en serio. Y ahora iba a ser mucho más fácil. Se podía acostumbrar a robar distinto tipo de comida en distinto lugar. No podía caer en la tentación de un supermercado. Nunca saldría bien. Tenía que ir poco a poco. Y pasear es bueno para la salud.
El quiosco estaba abierto y dentro no había nadie. Después de haber menospreciado a los gusanitos y sabiendo que iba a cambiar su modo de ladrón recién comenzado, ni siquiera esperó a ver si algún niño estaba dentro del quiosco; se dirigió a él, cogió los gusanitos y se fue. Nadie lo vio. Y el dueño tampoco. Tuvo la intención de volver y llevarse todas las bolsas de patatas, chetos y demás porquerías. Pero aún tenía miedo. Y no lo hizo.

De vuelta a su casa, pasó por el mercado donde los vendedores ya estaban recogiendo sus cosas. El dueño del bar donde se había tomado el café que no pagó, salió a su encuentro. Él, asustado, le tiró las bolsas de gusanitos a la cara y echó a correr. También se le cayeron la naranja y el tomate de los bolsillos algo pequeños de su chaquetón. A los cinco minutos paró en una calleja y vomitó. Los gusanitos de una de las bolsas que sí había comido y las salchichas del día anterior. Y se puso a llorar. Y paró porque tuvo que volver a vomitar. Nada, esta vez. O aire, más bien.

domingo, 11 de septiembre de 2016

el locutor

Roberto era guapo hasta sin verle. Era locutor de radio. De esos locutores que vuelven locos hasta a los hombres porque se imaginan que les habla Harrison Ford; y que es hasta normal comentarle a tu mujer lo irresistiblemente guapo que es y lo buena persona que es. Y todo lo que le de la gana ser.
Trabajaba en la radio nacional como comentarista deportivo; comentarista de fútbol, claro; cuando se comentaba otro deporte, él no iba. También tenía su propio programa por las noches, a diario. Fue futbolista de joven y a punto estuvo de fichar por un grande de primera división, pero una lesión le dejó con las ganas. A sus cincuenta años se mantenía en forma. Corría todas las mañanas, jugaba al pádel, no comía grasas, no bebía alcohol y no fumaba. Su mujer era físicamente igual que Mónica Bellucci e intelectualmente igual que una pelota. Sus oyentes lo querían matar y lo querían, también. Era amor acabarse los huevos fritos con chorizo a toda prisa, dejar a tu esposa en el sofá con su serie favorita y zambullirse en su programa nocturno, lleno de anécdotas de jugadores, de fueras de juego, de regates imposibles, de marcajes férreos, de lesiones y de goles. Se podía respirar la cal del césped desde la cama, a través del transistor.
En un intento desesperado por igualar el marcador, Jacintín, el lateral derecho, miró a Manuel Ángel, el extremo. Le guiñó el ojo izquierdo con tanta precisión y con tanto entusiasmo, que la pared entre ambos fue tan veloz que el extremo izquierdo del otro equipo, Carituni, quedó clavado en el campo, como el mástil de una bandera en una conquista. Jacintín como una bala y Manuel Ángel detrás de él, como la pólvora que lo impulsaba, llegaron a la medular. La mitad del camino hacia el empate estaba hecho. Jacintín se diagonalizó llevándose a dos oponentes, no sin antes soltar el balón, mojado, cubierto de barro, a Manuel Ángel, que se desfondó por la banda vacía, al límite de sus fuerzas, para llegar hasta casi el final, el final de la tierra, Finisterrae, casi hasta el banderín del corner... desde allí, levantando la cabeza como un marinero curtido, envió el esférico hacia el área, el área pequeño, el área donde debe mandar el cancerbero. Ese cancerbero que en ese momento perdía la batalla ante Juliño, el delantero centro, que con un salto feroz y un giro de cuello vertiginoso, enviaba la pelota al fondo de la red, acariciándola casi, respetándola incluso. Un gol de cabeza. O mejor, un gol con cabeza. Dos esféricos, balón y cabeza, entendiéndose a la perfección. El marcador estaba igualado. La victoria debería esperar. El partido de vuelta decidiría”.
Muchos maridos tenían que ir a beber un vaso de agua después de oír esto. Algunos hasta se mojaban la nuca. Había algunos que cerraban la puerta del baño y se ponían a hacer flexiones.
Roberto era un dios, era el rey de las ondas, inmortal, el mejor amigo del mundo, el mejor novio de una hija, el mejor amante de su mujer, el mejor abuelo de un nieto o el mejor hijo de un padre. Era el mejor. Y punto.
Al día siguiente, los maridos compartían su complicidad con Roberto en el trabajo. No hacían falta palabras. Porque las palabras ya las ponía él. Ellos ponían su admiración y su absoluta dependencia física y moral. Eran su legión. Sus más fieles discípulos. Sus apóstoles.
Hoy se rompió Astucio. Oí cómo su menisco se despedía de él para siempre desde la cabina de comentarista, desde la tribuna. Lo oímos unos pocos. Los que amamos este deporte. Él también lo oyó. Y mucho. Sus innumerables lágrimas intentaban apagar el fuego del dolor, pero ese dolor no era ya físico, era el dolor del abandono, del nunca más, del nunca volveré a pisar un campo”.
Esa noche muchas esposas tuvieron que subir el volumen del televisor porque oían más los llantos de sus esposos en el baño que los de su serie favorita.
Los años pasaron. Con sus navidades y con sus veranos. Con las fiestas locales y nacionales. Con los aumentos de sueldo para unos pocos y con los despidos para unos cuantos. El cambio de horario se mantuvo. La gasolina bajaba y las corridas de toros escaseaban. El pescado azul volvió a ser bueno para el colesterol bueno y la morcilla se mantenía para el malo. Las series televisivas para mujeres casadas abundaban, gracias a que Roberto y su programa de radio enloquecían a los maridos casados. Roberto y su mujer permitieron algún que otro reportaje del corazón. Nada serio. Pero su mujer, al menos, podía comprobar que su edad, mayor que la de la Bellucci, la respetaba. Roberto tuvo que empezar a correr con guardaespaldas ya que muchos maridos se enteraron de su recorrido y de su horario. Le llevaban regalos mientras corría. Ristras de chorizo de la última matanza en el pueblo. Pasteles recién hechos de la pastelería donde habían visto a su mujer comprar el pan. Dejó de jugar al pádel. Todos sus apóstoles sabían a qué hora jugaba, cuándo y dónde. A los pocos meses, empezó a beber y a fumar. Dejó de correr y descubrió que los huevos fritos con chorizo no sólo se podían cenar. Engordó mucho y se le empezó a caer el poco pelo que le quedaba. Su mujer se lió con el guardaespaldas y le abandonó. Sufrió dos infartos casi seguidos.
El último regate. Entre las piernas. Como Napoleón atravesando su querido arco del triunfo, el mismo que Hitler hizo suyo. Cuando la ética pierde su nombre y se transforma en la osadía del traidor. Rebasar a un contrario, mutilándolo. Quitándole de en medio de la manera más ruin. Soliviantándole como el repaso de un cabo a un recluta menor. Despojándole de su dignidad ante las miradas de toda la grada, de todo el estadio, de todo el mundo...”

Roberto no superó su tercer infarto. Se desplomó sobre la mesa del estudio y su cabeza se estrelló contra el micrófono. El operador de cabina había salido y allí no quedaba nadie más. El silencio en las ondas. Muchos maridos ya no le seguían y preferían ver la tele con sus mujeres. Los que sí lo hacían notaron como un dolor en el pecho, muy leve, como un toquecito, nada importante.

miércoles, 7 de septiembre de 2016

Jesús

Cuando nació Jesús hubo un apagón general en toda la ciudad. Los periódicos locales del día siguiente informaban de que ese apagón se debió a una tormenta eléctrica, que raramente ocurría y que muy de vez en cuando pasaba. De hecho, era la primera vez que ocurría raramente en la ciudad, sin de vez y sin cuándo. María y José ya llevaban una temporada sin luz, la tienda de bricolaje había cerrado por quiebra y José no encontraba otro trabajo; leía ofertas de empleo en el periódico con una vela y con su dedo índice para no perderse. Recorría calles y barrios en busca de un cartel de anuncio de empleo. Pensó en vender el coche viejo que le había regalado su padre pero lo guardó para un posible viaje o para una posible casa. Aún tenían la cabaña que él construyó, perdida en el monte. Y aún podía encontrar un trabajo. Tenían aún muchas opciones. Antes de atracar un banco o una gasolinera o un quiosco. Dependiendo de las ganas de afrontar una condena distinta.
Jesús nació con el cordón umbilical rodeándole el cuello y casi se muere. Una enfermera, al intentar cortarlo, a punto estuvo de clavarle las tijeras en el corazón y le dejó una herida, que se convertiría en cicatriz, en el pecho. No lloró. Abrió mucho los ojos, miró alrededor y frunció el ceño. Nació algo enfadado. Parecía tan mayor que daba la sensación de que se hubiera dejado a su hermano pequeño en el vientre de María. Sólo le faltó hablar y pedir el desayuno.
Después de mirar para todas partes, como un gato que se asegura de su entorno, miró a María y sonrió. Ella ya no recordaría nunca cuándo dejó de hacerlo.
A los pocos meses leía los labios de sus padres. También empezó a andar e iba solo al cuarto de baño a hacer pis, con una vela. Un día, cuando Jesús abrió el grifo para beber agua y de allí no salía nada, José le dijo a María que se iban a la cabaña.
María se había acostumbrado a hacer todo lo que decía José. No siempre estaba de acuerdo y él no siempre estaba acertado en sus decisiones, pero la losa, enorme, que soportaba y soportaban, por no saber de dónde venía su hijo, hacía que callara y se sometiera a una especie de esclavitud moderna.
Como todo se sabe o se disimula no saber en un barrio, José arrastraba su supuesta cornamenta por la panadería, la frutería y la pañalería. Subía corriendo hasta su casa y, cuando bajaba, se aseguraba de no escuchar ningún ruido de pisadas. La cabaña le esperaba; y su salud mental se lo agradecería.
Se fueron de noche, debiendo dos meses de alquiler, bajando las escaleras sin zapatos. Jesús hacía como que estornudaba. A María se le escapaba la risa.
En muy poco tiempo, Jesús aprendió a mantener un fuego encendido, a descender en zigzag una colina, a tomar un calor prestado entre sus padres, por la noche, en invierno. Aprendió a no ser visto entre los árboles y a darles patadas para que cayera algún fruto. A encogerse cuando se suponía que hacía frío y a estirarse cuando sentía que hacía calor. A diferenciar las crías de trucha de las truchas comestibles.
Y, sin saberlo, aprendió a enseñar. A ser traductor entre dos pájaros de distinta especie. A un lobo tímido usar, de noche y con la luna alta, el río como espejo antes de declararse a su loba del alma, la que no le dejaba dormir, por las palpitaciones desmesuradas de su corazón. Enseñó a un oso despistado el camino de vuelta a su casa, donde sus hijos oseznos le esperaban con una tarta de cumpleaños desde hacía tres días; y la osa lloraba desconsolada.
Cuando pasó el invierno, José y María dudaban de la vida en el monte. No sabían si quedarse o volver a la civilización. Pasaban hambre en cualquiera de los dos lugares. Aunque también se dieron cuenta de que Jesús no tenía ningún problema. Él pescaba en el río con las manos y comía fruta dando patadas a los árboles. Era feliz, no tenía ni frío ni calor, jugaba solo y nunca se aburría.
Una noche, tres excursionistas perdidos aparecieron por la cabaña. Encontraron a Jesús, José y a María en el, por así decirlo, porche de la caseta; medio adormilados, cerca del fuego. En una noche de principio de primavera, de esas que te dejan pensar en mil cosas a la vez, sin darle importancia a ninguna, donde la calma es total y el clima tu amigo. Jesús fue el primero en verlos pero se hizo el dormido. Los tres fueron muy prudentes; dieron las buenas noches desde unos metros antes de ser visibles a la luz de la hoguera, acercándose despacio pero sin que sus movimientos pudieran parecer sospechosos o que pudieran crear un equívoco. Explicaron su situación y ofrecieron dinero por algo de comer. María les invitó a sentarse y José fue a buscar unas latas de conserva y agua. Comieron y bebieron con el mismo sigilo con el que llegaron. José les ofreció dormir fuera, alrededor del fuego, ya que no tenían sitio dentro, en la casa. Y les dijo que por la mañana les acercaría al pueblo en su coche. Ellos aceptaron encantados y desplegaron sus esterillas y sus sacos, dando mil gracias. La noche era agradable y los grillos hablaban.
Jesús se levantó antes del amanecer. Sin hacer ruido, se acercó a la ventana y miró hacia fuera, apoyando la nariz en el alféizar. Descubrió a los tres excursionistas despiertos, sentados alrededor de lo que quedaba de hoguera, hablando en un idioma que desconocía. Ellos le descubrieron enseguida y se callaron. Jesús no se asustó, miró a sus padres dormidos y salió de la cabaña con cuidado.
      • Vosotros no os habéis perdido ¿Verdad? - fue la primera vez que hablaba Jesús en su vida. Pareciera que lo llevara haciendo desde años, por la seguridad de sus palabras.
Ellos se miraron y le hicieron un gesto para que se acercara y se sentara a su lado. Jesús lo hizo.
Uno de ellos habló.
      • Llevamos buscándote desde hace mucho tiempo.
      • ¿Por qué?
      • ¿No lo sabes?
      • Creo que sé algo, pero no estoy seguro.
      • ¿Qué sabes?
      • Sé que no es la primera vez que estoy en este mundo. Que este cuerpo no es el primero que tengo. Y sé que mis padres no son mis padres, ni los únicos supuestos padres que he tenido.
      • Sabes bastante.
      • Pero, ¿Quién soy?
Los tres excursionistas se volvieron a mirar. El más joven contestó. En el extraño idioma que, esta vez, Jesús comprendió.
      • Eras la esperanza de este mundo. Ahora eres materia perdida que deambula por cuerpos prestados. Ibas a ser el equilibrio, pero todo salió mal. El ser humano no era lo que esperábamos. Ni lo es, ni lo será. No hay nada más que hacer. Tu viaje ha terminado. Cuando mueras aquí, volverás con nosotros.

Jesús no preguntó más. Se levantó y caminó hasta el río. Se metió en él hasta la cintura. Se subió las mangas de su pijama hasta los hombros y sacó dos truchas para sus padres.

domingo, 21 de agosto de 2016

José

José entró en la cárcel acusado de violación. Por violar a una chica que conocía desde los quince años, cuando ambos estudiaban carpintería. A la que no volvió a ver más cuando terminó Formación Profesional. De la que no sabía ni su nombre ni su color de pelo. Sí recordaba sus ojos cuando la policía lo interrogó. Nada más. Pero su dependencia de la heroína y la acusación de ella le hicieron el mejor candidato para prisión. El único, más bien. También le ayudaron su depresión, su silencio y sus ganas de suicidarse. Cuando entró en la cárcel parecía un muerto. Ni siquiera los presos le molestaron. Uno sí lo intentó pero no logró acercarse a más de un metro; algo de José lo detenía, y no era su mirada, que no existía.
María volvió a tener la misma pesadilla. Pero esta vez el hombre que le quitaba la sábana y le tapaba la boca, la empezaba a manosear y acababa violándola. Y todo duraba hasta el final, en ese sueño. María podía saborear el hedor que desprendía la boca de ese hombre cerca de su cuello, cerca de la medalla de oro de su primera comunión, con la cara del niño Jesús. Sólo despertaba cuando el hombre había terminado. A la cuarta pesadilla apareció en comisaría y dijo que no había sido violada. Y quiso poder pedir perdón a la persona a la que había querido condenar. Y lo hizo. Le esperó a la salida de la prisión, como en las películas. Y no le pudo decir nada. Se quedó mirando sus ojos y su principio de sonrisa; lo reconoció al instante, de su adolescencia, el chico tímido que no levantaba la cabeza. Y se enamoró locamente de él y él, levantando el muro invisible que lo separaba de la vida, de ella. María estaba pendiente de juicio por su falta de moral, pero José lo arregló todo no presentando cargos. Encontró un trabajo en una tienda de bricolaje y un piso de alquiler barato para los dos y para el niño que esperaba ella. Para ese niño que no tenía padre y que nadie sabía de dónde venía. Y que José lo adoptó como si fuera suyo.
Ahora la única heroína de su vida era María, que le había salvado la vida.

Comenzó a construir una especie de cabaña en el monte, sobre un pequeño terreno que había heredado de sus abuelos, que sus padres nunca quisieron, aprovechando la primavera, los fines de semana y el descanso en la tienda de bricolaje. Queriendo tener un posible refugio para los tres por si el trabajo y el dinero se iban. Una especie de arca por si se extinguían.

jueves, 18 de agosto de 2016

Casi Nicolás

Nicolás era un niño que no existía, o al menos en parte. Murió al nacer. Pero por alguna extraña manía del universo, o de la vida, o de la muerte, no murió del todo. Sus padres lo lloraron. Y su hermanita mayor Clara. Sus tíos, menos. Algunos buenos amigos de sus padres lo lloraron más de la cuenta o de lo normal. Mientras, Nicolás iba viviendo entre lágrimas.
No comía, ni bebía, ni dormía; a veces descansaba. Igual porque veía que los demás lo hacían; pero él nunca estaba cansado. Nadie lo podía ver, ni tocar. Nadie sabía que no estaba muerto del todo. Hasta que no fue más mayor, no supo que era un fantasma o un espíritu. Con el tiempo supo la edad que hubiera vivido por la fecha de su muerte inscrita en su lápida, en el cementerio, donde cada año iban sus padres y su hermana Clara a dejarle flores.
Los primeros años fueron muy difíciles. No entendía absolutamente nada de lo que pasaba a su alrededor. No conocía el idioma de la gente, las formas, los gestos, nada. De haber estado vivo se hubiera muerto de hambre. Y de pena, porque estaba solo.
Con el tiempo fue aprendiendo. Mucho. Podía estar en el lugar del mundo que le apeteciera y aprendió a controlarlo. Gracias a un libro de geografía de Clara, supo cómo viajar por ese mundo. Y conocer sus lenguas y sus gestos y sus formas. Sólo con imaginarlo, se desplazaba por la Tierra, en un instante, como el chasquido de un suspiro. Muchas veces se equivocaba de país, o se metía de lleno en una guerra o en un amor.
Le gustaba mucho descansar en la alfombra, a los pies de la cama de su hermanita. Y le gustaba cuidar de ella, aunque no pudiera hacerlo. Le gustaba pensar que sí podía. Consiguió, con mucho esfuerzo, su primer milagro como fantasma; colocó, pensando, las zapatillas de Clara debajo de su cama, perfectamente alineadas y perpendicularmente perfectas, esperando al aterrizaje perfecto de sus pies, cuando se levantara, sin controladores aéreos ni normas. Sólo con pensarlo. Era la primera vez en su muerte que hacía algo físico, o lógico para los vivos. Aunque no fuera él, físicamente, el que lo moviera. Esa noche, en la alfombra de su hermanita, no pudo descansar.
En sus viajes no físicos abusaba de Israel, de Egipto, de Turquía... no sabía porqué, pero siempre acababa por Oriente. Y no era por la falta de práctica a la hora de concentrarse en un viaje; antes de concentrarse en ese viaje, ya había visualizado Jerusalén, por ejemplo. Pensaba en Los Ángeles de California y aparecía en Beirut. Pensaba en el pueblo de su padre, en Castellón, y conocía el verano en el Sáhara. Sabía que había visualizado Nazaret, pensaba en Viena, y ya estaba en Israel otra vez.
Después de tantos viajes, decidió quedarse una temporada con Clara y sus padres. Pasó muchas horas con ella en el colegio. Le empezó a gustar más las clase de geografía que sus viajes alocados. Las clases de inglés y de francés. Le interesó mucho todo lo que tuviera que ver con algo manual; dibujo, tecnología, madera, cerámica, plastilina... pero sus manos no podían tocar nada, no existían, como él. Sí que alguna vez, esforzándose, como cuando movió las zapatillas de Clara, produjo pequeñas obras de arte: un trazo en un papel, algo parecido a un señor con un poco de barro o un agujero en una tabla de madera. Su falta de vida no le proporcionaba, por lo menos, frustración. Y él seguía intentándolo, sin desasosiego, sin alegría, sin llanto y sin pasión. Pero con tiempo, que era algo, que al parecer, le iba a sobrar el resto de su muerte.
Sus padres y su hermana iban cumpliendo años. Sus padres envejeciendo y su hermana rejuveneciendo, como una planta o como un árbol en su plenitud. Cuanto más crecía ella, más mermaban ellos. Eso también lo leyó en los libros, de ciencia, cuando Clara pasaba las hojas y él dependía, memorizando todo lo que podía de esas páginas, de su ritmo y de sus manos.
Quiso saber cómo era él. Si tenía un cuerpo, aunque fuera invisible. Si también crecía o descrecía. Sabía que necesitaba saberlo. Muchas veces intentó verse en los espejos, aunque recordó que no lo hacía con la misma intensidad que la de su concentración para los viajes, o para las zapatillas, o para su proyecto de artista sin corazón. Un día se imaginó que era un ser imaginario, un producto de sí mismo, de su misma no creación, de un error que no necesitaba estudiar. Y se colocó delante de un espejo. Del espejo que Clara tenía en su habitación y que sus padres subían por la pared cada vez que ella les sorprendía con un nuevo estirón. Y esta vez, Nicolás, sin esfuerzo, sin pensar en nada y con todo el tiempo del mundo, se vio. Y se estremeció. Era un feto. Como los fetos de los libros de Clara. Tuvo que sentarse en la alfombra, en su alfombra. Había llegado a creer que existía. En ese momento se dio cuenta de que no era el hijo de nadie, ni el hermano de ella, ni el proyecto de artista de manualidades. Ni siquiera un buen estudiante. No estaba en ningún sitio, por mucho que pudiera estar en todos.
Nunca se había sentido así. Porque nunca había sentido. Sólo lo había copiado. Cerró, o creyó hacerlo, los ojos y quiso salir de allí, desaparecer, más aún. Quiso estar vivo.
Abrió los ojos. Esta vez supo que los abría de verdad. No sabía por qué, pero supo que los abría desde un cuerpo. Un cuerpo vivo. Que salía de un túnel hacia una luz. Que sus terminaciones nerviosas eran reales, no como las de los libros de Clara. Y que empezó a llorar. Eso recordó.
Después lo olvidó. Todo.
Se llamaba José. Era un niño. Nació escuálido, gracias igual a que su madre no se cuidaba. Desde muy pequeño mostró un gran interés por las manualidades, sobre todo con todo lo que tuviera que ver con la madera.

Le gustaba tener sus dos zapatillas en paralelo, debajo de su cama, para cuando se despertara.

martes, 2 de agosto de 2016

María

María se llevó el niño al río mientras José arreglaba parte del tejado. La lluvia, el granizo, la nieve y el frío del invierno terrible que acababa de pasar habían deteriorado su casa y su salud.
Cuando decidieron olvidarse del progreso, de la civilización y de la rutina de la ciudad, no contaron con la dureza de una vida sin adelantos tecnológicos. Sin luz, sin calefacción y sin agua. El río estaba a treinta metros de la casa. Y llevaba agua, pero sin termostato que la regulara. Y en invierno era devastadora. Meterse en el río hasta la cintura sin gritar, porque el niño te estaba mirando, se convertía en un recuerdo imborrable. Una vez dentro lo que costaba era salir y secarse con esa toalla mojada acartonada por las continuas heladas. Y volver a casa, o a la caseta, entumecido, con el frío metiéndose en el alma.
Jesús nunca tenía ni frío ni calor. Correteaba por la casa medio desnudo en invierno y con un traje de superhéroe hecho de lana por María en verano. Y se reía constantemente. Era muy feliz. Pero a José y a María se les pegaba poco de esa inmensa felicidad. Ese contacto con la madre tierra les estaba resultando de lo más aparatoso. Y ninguno de los dos quería expresar su malestar.
      • ¡Menuda mierda de mierda la puta teja de Dios! - dijo José, sabiéndose solo.
María corría detrás de Jesús con la toalla acartonada y el vaho que exhalaba por la boca se mezclaba con la niebla, allí, en la ribera del río. Mientras, el niño se reía, desnudo y empapado, y esquivaba a la madre con absoluta destreza. A veces, María se detenía, tomaba aliento, y se reía también. Entonces, Jesús no podía parar de ser feliz.
Por la noche, delante de un fuego improvisado fuera de la casa donde el niño dormía debajo de la parte del tejado arreglado, María y José habían acabado de cenar y se besaban. Y el calor de la hoguera les daba sueño. Y se besaban más.
      • Ya sé que lo hemos hablado, pero ¿Tú crees que hacemos bien en quedarnos aquí?
      • No tengo ni idea. El invierno ha sido duro. Aunque ahora, con el buen tiempo que vendrá, seguro que nos animamos, ¿No crees?
      • Tendré que ir al pueblo a buscar trabajo hasta que podamos sembrar.
Al día siguiente, muy temprano, María fue al río a lavar la única camisa blanca que tenía José. Después, con las brasas aún calientes del fuego de la noche anterior, la secó. Y después aseguró dos botones mal cosidos. Sacó el triángulo de emergencias del coche y la colgó en un árbol, justo cuando empezaba a amanecer y el sol bostezaba. José ya estaba en el tejado.
Al medio día, Jesús nadaba en el río mientras María intentaba pescar truchas con un palo afilado; aprovechaba su falda, también, como red improvisada. Cuando se disponía a descansar un poco, con el frío en sus pies y en sus manos, Jesús sacó del agua dos truchas, una en cada mano, y las hizo volar hasta su falda. Soltó una carcajada, tomó aire y desapareció buceando. María se quedó un momento quieta. Tuvo la intención de llamar al niño. Pero no lo hizo. Sintió la seguridad de no hacerlo.
José regresaba del pueblo justo cuando María tenía ensartadas las dos truchas ya asadas. Allí estaban esperándole, al lado del fuego, ella y Jesús, tumbado boca arriba jugando con las nubes. Y el cielo haciéndole caso, transformando esas nubes en la apariencia que la mente del niño quería; o eso le parecía a María.
      • No hay nada para mí. En dos o tres meses, quizás – José resoplaba triste.
      • Te quiero. Ya hay algo para ti – María le abrazó y le besó en el cuello.
      • Y yo a ti y a ti, pequeñín.
      • Jesús pescó las truchas. Con las manos.
José abrió mucho los ojos mirando a su hijo, panza arriba, dibujando en el cielo con un dedo.
      • Pero si ni siquiera sabe hablar...
      • No le hace falta para ser cazador – María rió y Jesús, contagiándose, también.
Después de comer, y gracias al día casi primaveral que se adelantaba al cambio de estación, durmieron la siesta al lado de las brasas. María tuvo la misma pesadilla que se le repitió durante muchos años cuando era pequeña. Escapaba corriendo de un colegio de monjas donde estaba interna. Sin nada más que una sábana blanca como vestido. Corría, al amanecer o al atardecer, por callejuelas viejas y sucias. Con heridas en los pies y con un olor nauseabundo en la nariz. Y siempre, en algún momento de su huída, aparecía un hombre alto, enorme, también sucio, que le quitaba la sábana y le tapaba la boca.

Esa noche, cerca de allí, en el monte, tres excursionistas se perdían.