jueves, 18 de agosto de 2016

Casi Nicolás

Nicolás era un niño que no existía, o al menos en parte. Murió al nacer. Pero por alguna extraña manía del universo, o de la vida, o de la muerte, no murió del todo. Sus padres lo lloraron. Y su hermanita mayor Clara. Sus tíos, menos. Algunos buenos amigos de sus padres lo lloraron más de la cuenta o de lo normal. Mientras, Nicolás iba viviendo entre lágrimas.
No comía, ni bebía, ni dormía; a veces descansaba. Igual porque veía que los demás lo hacían; pero él nunca estaba cansado. Nadie lo podía ver, ni tocar. Nadie sabía que no estaba muerto del todo. Hasta que no fue más mayor, no supo que era un fantasma o un espíritu. Con el tiempo supo la edad que hubiera vivido por la fecha de su muerte inscrita en su lápida, en el cementerio, donde cada año iban sus padres y su hermana Clara a dejarle flores.
Los primeros años fueron muy difíciles. No entendía absolutamente nada de lo que pasaba a su alrededor. No conocía el idioma de la gente, las formas, los gestos, nada. De haber estado vivo se hubiera muerto de hambre. Y de pena, porque estaba solo.
Con el tiempo fue aprendiendo. Mucho. Podía estar en el lugar del mundo que le apeteciera y aprendió a controlarlo. Gracias a un libro de geografía de Clara, supo cómo viajar por ese mundo. Y conocer sus lenguas y sus gestos y sus formas. Sólo con imaginarlo, se desplazaba por la Tierra, en un instante, como el chasquido de un suspiro. Muchas veces se equivocaba de país, o se metía de lleno en una guerra o en un amor.
Le gustaba mucho descansar en la alfombra, a los pies de la cama de su hermanita. Y le gustaba cuidar de ella, aunque no pudiera hacerlo. Le gustaba pensar que sí podía. Consiguió, con mucho esfuerzo, su primer milagro como fantasma; colocó, pensando, las zapatillas de Clara debajo de su cama, perfectamente alineadas y perpendicularmente perfectas, esperando al aterrizaje perfecto de sus pies, cuando se levantara, sin controladores aéreos ni normas. Sólo con pensarlo. Era la primera vez en su muerte que hacía algo físico, o lógico para los vivos. Aunque no fuera él, físicamente, el que lo moviera. Esa noche, en la alfombra de su hermanita, no pudo descansar.
En sus viajes no físicos abusaba de Israel, de Egipto, de Turquía... no sabía porqué, pero siempre acababa por Oriente. Y no era por la falta de práctica a la hora de concentrarse en un viaje; antes de concentrarse en ese viaje, ya había visualizado Jerusalén, por ejemplo. Pensaba en Los Ángeles de California y aparecía en Beirut. Pensaba en el pueblo de su padre, en Castellón, y conocía el verano en el Sáhara. Sabía que había visualizado Nazaret, pensaba en Viena, y ya estaba en Israel otra vez.
Después de tantos viajes, decidió quedarse una temporada con Clara y sus padres. Pasó muchas horas con ella en el colegio. Le empezó a gustar más las clase de geografía que sus viajes alocados. Las clases de inglés y de francés. Le interesó mucho todo lo que tuviera que ver con algo manual; dibujo, tecnología, madera, cerámica, plastilina... pero sus manos no podían tocar nada, no existían, como él. Sí que alguna vez, esforzándose, como cuando movió las zapatillas de Clara, produjo pequeñas obras de arte: un trazo en un papel, algo parecido a un señor con un poco de barro o un agujero en una tabla de madera. Su falta de vida no le proporcionaba, por lo menos, frustración. Y él seguía intentándolo, sin desasosiego, sin alegría, sin llanto y sin pasión. Pero con tiempo, que era algo, que al parecer, le iba a sobrar el resto de su muerte.
Sus padres y su hermana iban cumpliendo años. Sus padres envejeciendo y su hermana rejuveneciendo, como una planta o como un árbol en su plenitud. Cuanto más crecía ella, más mermaban ellos. Eso también lo leyó en los libros, de ciencia, cuando Clara pasaba las hojas y él dependía, memorizando todo lo que podía de esas páginas, de su ritmo y de sus manos.
Quiso saber cómo era él. Si tenía un cuerpo, aunque fuera invisible. Si también crecía o descrecía. Sabía que necesitaba saberlo. Muchas veces intentó verse en los espejos, aunque recordó que no lo hacía con la misma intensidad que la de su concentración para los viajes, o para las zapatillas, o para su proyecto de artista sin corazón. Un día se imaginó que era un ser imaginario, un producto de sí mismo, de su misma no creación, de un error que no necesitaba estudiar. Y se colocó delante de un espejo. Del espejo que Clara tenía en su habitación y que sus padres subían por la pared cada vez que ella les sorprendía con un nuevo estirón. Y esta vez, Nicolás, sin esfuerzo, sin pensar en nada y con todo el tiempo del mundo, se vio. Y se estremeció. Era un feto. Como los fetos de los libros de Clara. Tuvo que sentarse en la alfombra, en su alfombra. Había llegado a creer que existía. En ese momento se dio cuenta de que no era el hijo de nadie, ni el hermano de ella, ni el proyecto de artista de manualidades. Ni siquiera un buen estudiante. No estaba en ningún sitio, por mucho que pudiera estar en todos.
Nunca se había sentido así. Porque nunca había sentido. Sólo lo había copiado. Cerró, o creyó hacerlo, los ojos y quiso salir de allí, desaparecer, más aún. Quiso estar vivo.
Abrió los ojos. Esta vez supo que los abría de verdad. No sabía por qué, pero supo que los abría desde un cuerpo. Un cuerpo vivo. Que salía de un túnel hacia una luz. Que sus terminaciones nerviosas eran reales, no como las de los libros de Clara. Y que empezó a llorar. Eso recordó.
Después lo olvidó. Todo.
Se llamaba José. Era un niño. Nació escuálido, gracias igual a que su madre no se cuidaba. Desde muy pequeño mostró un gran interés por las manualidades, sobre todo con todo lo que tuviera que ver con la madera.

Le gustaba tener sus dos zapatillas en paralelo, debajo de su cama, para cuando se despertara.

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