jueves, 15 de octubre de 2015

Sed

Regresó a casa. Solo. La luz fuerte del atardecer le recibía en su hogar. Una casa a las afueras de la ciudad. Tranquila, aunque recientemente estuvieran construyendo otras alrededor; grande, luminosa y caliente. Hacia el sur. Su mujer no había llegado aún y sus hijos tampoco; estarían con ella. Sí estaba su perro “Gabri” que lo asaltó a besos en cuanto apareció por la puerta del jardín. Se le parecía tanto a él, que decidió llamarlo como a él: Gabriel. No conseguía que dejara de subírsele encima con esas patazas de mastín, y esos lametazos en su cara, a traición... pero no le importaba porque sabía que eso era amor. Entró en la casa y cerró las tres ventanas de doble cristal que les instalaron en el salón de la planta baja. Siempre tenía que cerrarlas él, nadie se acordaba; sabiendo que al atardecer todos los mosquitos buscan refugio. Gabriel era un hombre muy ordenado, limpio, consecuente, delgado y muy metódico. No soportaba este tipo de cosas, aunque el amor, llegado el momento, podía con todo. Se descalzó en la entrada y se puso las babuchas de medio borreguillo. Fue a la cocina y abrió una lata de aceitunas. Derramó parte del líquido en el fregadero hasta que pudo ver a cinco de ellas. Las sacó y las colocó en un plato de té. Comió una y contó cinco segundos. Así lo hizo con el resto, con el mismo intervalo de tiempo. Oyó ladrar a “Gabri” afuera. Cogió el saco de pienso, salió al jardín y llenó el plato del perro; hasta el borde pero sin rebasarlo, como un guiso bien hecho. Gabri se le subió, le dio un lametazo y se puso a comer. Gabriel tuvo sed. En la cocina recogió un plato pequeño manchado de algo parecido al vinagre, por el olor. Detestaba este tipo de cosas. Cuando alguien descoloca algo, o ensucia algo, o algo no tiene que ver con otra cosa, se arregla y punto. Siempre tenía que hacerlo él.
Subió al piso de arriba. La habitación de los niños no tenía camas. Volvió a mirar. No tenía camas. El papel de las paredes estaba arrancado, a tiras; parte en el suelo y algún resto en la pared. El papel que él encargó con dibujos de Walt Disney. La habitación tampoco tenía muebles. Se apoyó en el marco de la puerta. Un vaso de agua y llamaría a la policía. Pero antes miró en su habitación; parecía estar en orden, aunque la cama estaba deshecha, otra vez. Esta vez no le importó demasiado. Se aseguraría bien de lo que faltaba en la casa antes de llamar. No quería hacer el ridículo; pudiera ser que su mujer quisiera cambiar el cuarto de los niños, dándole una sorpresa. Volvió al piso de abajo y no parecía faltar nada; la televisión, el dvd, el sofá, los muebles en el salón, la lavadora, el frigorífico, el microondas en la cocina. Todo estaba allí. Cogió un vaso, lo llenó de agua y regó las dos plantas que tenía en la encimera, al lado de la ventana, desde donde se podía ver el jardín. Fue al cuarto de baño, se miró en el espejo y posó el vaso en el mueblecito de al lado de la ducha. A simple vista pudo contar entre diez y quince vasos, y un rollo de papel higiénico vacío, esperándole. Tuvo mucha sed y volvió a la cocina. Abrió una lata de aceitunas y derramó parte del líquido en el fregadero hasta que pudo ver a unas cuantas flotando. Colocó a cinco de ellas sobre un plato de té y comió una. Necesitaba sentarse. Fue hacia el salón, pero a los cinco segundos volvió a la cocina, se comió una aceituna, cogió el plato de té con las tres que quedaban, volvió al salón, se sentó en el sofá y colocó el plato en la mesita de al lado, cerca de él, donde otros platos de té luchaban por hacerse un sitio y no caer al suelo. La foto de su boda no estaba en la mesita. Miró hacia el mueble de la televisión, buscando las fotos familiares; las fotos con su mujer, con sus hijos, de sus viajes, de sus domingos. Allí no había nada. Y se temió lo peor. Subió las escaleras corriendo, entró en su habitación y abrió el armario. Su mujer lo había abandonado. Su ropa no estaba. Y se había llevado a los niños.
Gabriel tuvo mucha sed. Pero no encontró las escaleras para bajar a la cocina. Ya estaba abajo; y no había nada que subir porque no había ninguna escalera, ni ningún piso de arriba. Necesitó todo el aire del mundo y necesitó abrir sus tres ventanas de doble cristal. Pero no se pudo mover. Estaba sentado en un coche; un coche grande, tipo ranchera, con un fuerte olor a vinagre. Notó que sus pies pisaban algo resbaladizo; miró hacia abajo y descubrió a unas cuantas aceitunas sobre la alfombrilla.

Escuchó una puerta metálica, como la de un garaje, y unos pasos. Desde el coche vio a Rafael, su único amigo, que se acercaba, con una botella de agua.