jueves, 20 de noviembre de 2014

La etiqueta

Soy la etiqueta. La que te dicta la forma, el color, el tejido y la temperatura. De la manera más dura, en tu cuello, en tu chaqueta, en el lado izquierdo de tu moldura, al enfundarte con amargura tu camiseta; la que te pica y te aconseja.
Ni rimando me llevo buenas críticas. Nadie me quiere. Me colocaron para fastidiar, del revés, para tus adentros; al lado de ti, entre tu piel y el algodón de los ricos, entre tu psoriasis y el nailon de los pobres. Como un mini-despertador constante. Si me cortas, me llevo tu ropa, poco a poco, sin que te des cuenta; mi información prevalece sobre lo práctico, sobre ti y sobre tu invierno. Si me desprecias, con el tiempo, me llevo tu comodidad, tu calor y tu seguridad.
Hay días en los que me vuelvo insoportable. Una lija pija, consentida. En verano te ataco el cuello y en invierno me meto entre tu pantalón y tú, con o sin calzón (me las arreglo bien, lo lleves o no, me meto igual). Me gustan las aglomeraciones, donde puedo saludar a mis amigas, hermanas, donde nos contamos cosas de etiquetas; que si yo pico más que tú, o que si tú picas poco pero a traición, o que si picas poco porque has salido de una depresión. El otro día me encontré, en un autobús, a una amiga a la que no veía desde hacía mucho tiempo; me contó que había estado en el extranjero, que había visto con su propio material a otras como nosotras, metidas en calcetines; casi le da algo, se reía tan fuera de sí y tan alto, que llamó la atención de una etiqueta del lado izquierdo del niki del conductor, y al volverse hacia nosotras para participar en la diversión, el pobre hombre casi pierde el control y tienen un accidente. El pobre hombre se enfadó mucho. Y a mí me dio mucha pena. Yo soy así, tengo mis cosas; no puedo evitar picar, pero tengo mis cosas.
Dicen por ahí, lo he oído, que, con el tiempo, nos quieren poner por fuera de la ropa, para que no molestemos, para que nos dé el aire. Como una amenaza; para que nos resfriemos o para que nos demos cuenta de lo molesto que es molestar. A mí me parece bien, no soy muy habladora pero podría ver mundo, otras culturas, partidos de fútbol, relacionarme más... Piensan que nos fastidiarían con esa idea, pero yo creo que, menos las más introvertidas, estaríamos encantadas.

Mi amiga, la del autobús, que es muy graciosa y muy de para afuera, se inventó una historia en la que unas cuantas íbamos a una fiesta de etiqueta, pero todas despeinadas. No podía parar de reír.

sábado, 15 de noviembre de 2014

Mañana perfecta

Era la mañana perfecta. El viento frío del principio del otoño. Las casas grises y el barro mojado, a punto de cero grados, donde las botas hacen el efecto de pisar la nieve. Nadie me dijo que te habías quedado, lejos de mi casa, al otro lado de la ciudad, donde recibirías el sol antes que yo, aunque fuera débil, ahora que ya había pasado el verano.
Me había despertado pensando en ti. No, no había pensado en ti; te había soñado, a ti y a mucha gente que no dejaba de estar a tu lado. Todos te estorbaban y tú parecías molesta. Pero tú también les molestabas. Les mirabas tanto tiempo a los ojos que ellos no lo podían soportar, disimulaban, y buscaban con la mirada una excusa, una manera de desatarse. En ese momento te creías una diosa. A veces, les dabas la espalda después de haberte acercado demasiado, tanto como el roce del metro o los partidos de balonmano. Y sin rozarlos, te evaporabas, buscando otras presas con otro encanto.
Redondeabas los triángulos y conseguías, casi siempre, que incluso dos fueran tres; y a esos tres les dabas la forma de círculo, contigo en el medio, de eje, hasta que volvías a atacar y espalda con espalda les volvías a despreciar.
Ahora, ya me desperté del todo. Abriendo la ventana para airear la cama, donde deberías haber estado, si no estuvieras al otro lado, de la ciudad, donde el sol te recibe sola, sin que te des cuenta de que no estoy a tu lado.

Nadie me dijo que te fuiste, y nadie me dijo que te quedaste. Nadie me dijo nada, porque nadie es un personaje inventado.