domingo, 23 de octubre de 2016

El moroso

Cuando llegó a su casa abrió y cerró la puerta con suavidad. Bordeó el pasillo pegado a la pared para evitar que el suelo de madera crujiera, dando un pequeño salto hacia la cocina, sorteando una de las tablas sueltas que tenía contadas. En la cocina abrió el frigorífico e hizo recuento antes de intentar cenar. Hasta dentro de tres días no cobraría las clases de inglés del único alumno que le quedaba. Estaba empezando a olvidar el idioma. Y no tenía amigos ingleses con quien practicar.  Los diccionarios los había vendido mal a una tienda de compra venta, de las que te compran un libro por algo parecido a un puñetazo y te lo venden por tres veces lo que te costó.
Debajo vivía la dueña del piso; una señora muy mayor y muy amable. Ahora, había dejado de ser tan amable, por lo menos con él, y con razón, los meses sin pagar el alquiler se acumulaban peligrosamente, y las excusas se habían agotado, como la comida del frigorífico, que parecía una cueva por el eco que producía, al abrir la puerta con esperanza y, sobre todo, al cerrarla con desesperación; como esperando el milagro de un dios en el que no creía.
Dentro, dos salchichas en un paquete y un bote abierto de tomate con moho. Y en la despensa, una botella de aceite de girasol boca abajo y algo de arroz; granos que podías contar en diez segundos.
Hacía tiempo que no cruzaba la ciudad de punta a punta para llegar al supermercado más barato. Y recordaba estos viajes con emoción. Cuando lo poco es demasiado.
Se había acostumbrado a ducharse con agua fría, cuando sabía que la dueña había salido, para que no oyera el ruido de la madera, mientras corría por el pasillo para secarse y entrar en calor. Algunos días, incluso, le parecía divertido y se reía. Otros, corría más despacio.
Su único alumno no volvió y decidió robar. El hambre hace que la gente cambie la manera de ser y de pensar. Tampoco era un santo; pero nadie lo era. El primer atraco lo daría en un quiosco y se llevaría dos o tres bolsas de gusanitos, de los que se ponen cerca de la puerta, los que nadie quiere y ya están caducados. Mientras preparaba el golpe por la noche, tendido en la cama, pensó que no había mucho que preparar, que con sólo despistar un poco al dueño o esperar a que dentro del quiosco hubieran tres niños, podría llevarse las bolsas de la entrada sin problema. Tanto pensar en gusanitos le dio hambre y se comió las dos salchichas del frigorífico, sin freír; también se le había acabado el gas. Y tiró la lata de tomate con moho a la basura. A partir de mañana su hambre cambiaría.
Dos horas antes de que el quiosco abriera, él ya estaba despierto y dando vueltas por la casa, esquivando maderas con ruido. Había dormido unas horas gracias a la cena improvisada. Se tomaría una café en algún bar repleto, aprovechando el día del mercado en la ciudad, y aprovecharía no pagar, colándose entre los vendedores de frutas y verduras. Casi siempre se llevaba una naranja y un tomate.
Se dio cuenta de la estupidez del robo de tres bolsas de gusanitos de camino al quiosco. El hambre le estaba engañando. Si podía comerse una zanahoria cruda gratis en el mercado, qué hacía robando bolsas de harina requemada con sal... pero era un reto, igual que el reto del mercado, cuando lo fue y se lo tomó en serio. Y ahora iba a ser mucho más fácil. Se podía acostumbrar a robar distinto tipo de comida en distinto lugar. No podía caer en la tentación de un supermercado. Nunca saldría bien. Tenía que ir poco a poco. Y pasear es bueno para la salud.
El quiosco estaba abierto y dentro no había nadie. Después de haber menospreciado a los gusanitos y sabiendo que iba a cambiar su modo de ladrón recién comenzado, ni siquiera esperó a ver si algún niño estaba dentro del quiosco; se dirigió a él, cogió los gusanitos y se fue. Nadie lo vio. Y el dueño tampoco. Tuvo la intención de volver y llevarse todas las bolsas de patatas, chetos y demás porquerías. Pero aún tenía miedo. Y no lo hizo.

De vuelta a su casa, pasó por el mercado donde los vendedores ya estaban recogiendo sus cosas. El dueño del bar donde se había tomado el café que no pagó, salió a su encuentro. Él, asustado, le tiró las bolsas de gusanitos a la cara y echó a correr. También se le cayeron la naranja y el tomate de los bolsillos algo pequeños de su chaquetón. A los cinco minutos paró en una calleja y vomitó. Los gusanitos de una de las bolsas que sí había comido y las salchichas del día anterior. Y se puso a llorar. Y paró porque tuvo que volver a vomitar. Nada, esta vez. O aire, más bien.

domingo, 11 de septiembre de 2016

el locutor

Roberto era guapo hasta sin verle. Era locutor de radio. De esos locutores que vuelven locos hasta a los hombres porque se imaginan que les habla Harrison Ford; y que es hasta normal comentarle a tu mujer lo irresistiblemente guapo que es y lo buena persona que es. Y todo lo que le de la gana ser.
Trabajaba en la radio nacional como comentarista deportivo; comentarista de fútbol, claro; cuando se comentaba otro deporte, él no iba. También tenía su propio programa por las noches, a diario. Fue futbolista de joven y a punto estuvo de fichar por un grande de primera división, pero una lesión le dejó con las ganas. A sus cincuenta años se mantenía en forma. Corría todas las mañanas, jugaba al pádel, no comía grasas, no bebía alcohol y no fumaba. Su mujer era físicamente igual que Mónica Bellucci e intelectualmente igual que una pelota. Sus oyentes lo querían matar y lo querían, también. Era amor acabarse los huevos fritos con chorizo a toda prisa, dejar a tu esposa en el sofá con su serie favorita y zambullirse en su programa nocturno, lleno de anécdotas de jugadores, de fueras de juego, de regates imposibles, de marcajes férreos, de lesiones y de goles. Se podía respirar la cal del césped desde la cama, a través del transistor.
En un intento desesperado por igualar el marcador, Jacintín, el lateral derecho, miró a Manuel Ángel, el extremo. Le guiñó el ojo izquierdo con tanta precisión y con tanto entusiasmo, que la pared entre ambos fue tan veloz que el extremo izquierdo del otro equipo, Carituni, quedó clavado en el campo, como el mástil de una bandera en una conquista. Jacintín como una bala y Manuel Ángel detrás de él, como la pólvora que lo impulsaba, llegaron a la medular. La mitad del camino hacia el empate estaba hecho. Jacintín se diagonalizó llevándose a dos oponentes, no sin antes soltar el balón, mojado, cubierto de barro, a Manuel Ángel, que se desfondó por la banda vacía, al límite de sus fuerzas, para llegar hasta casi el final, el final de la tierra, Finisterrae, casi hasta el banderín del corner... desde allí, levantando la cabeza como un marinero curtido, envió el esférico hacia el área, el área pequeño, el área donde debe mandar el cancerbero. Ese cancerbero que en ese momento perdía la batalla ante Juliño, el delantero centro, que con un salto feroz y un giro de cuello vertiginoso, enviaba la pelota al fondo de la red, acariciándola casi, respetándola incluso. Un gol de cabeza. O mejor, un gol con cabeza. Dos esféricos, balón y cabeza, entendiéndose a la perfección. El marcador estaba igualado. La victoria debería esperar. El partido de vuelta decidiría”.
Muchos maridos tenían que ir a beber un vaso de agua después de oír esto. Algunos hasta se mojaban la nuca. Había algunos que cerraban la puerta del baño y se ponían a hacer flexiones.
Roberto era un dios, era el rey de las ondas, inmortal, el mejor amigo del mundo, el mejor novio de una hija, el mejor amante de su mujer, el mejor abuelo de un nieto o el mejor hijo de un padre. Era el mejor. Y punto.
Al día siguiente, los maridos compartían su complicidad con Roberto en el trabajo. No hacían falta palabras. Porque las palabras ya las ponía él. Ellos ponían su admiración y su absoluta dependencia física y moral. Eran su legión. Sus más fieles discípulos. Sus apóstoles.
Hoy se rompió Astucio. Oí cómo su menisco se despedía de él para siempre desde la cabina de comentarista, desde la tribuna. Lo oímos unos pocos. Los que amamos este deporte. Él también lo oyó. Y mucho. Sus innumerables lágrimas intentaban apagar el fuego del dolor, pero ese dolor no era ya físico, era el dolor del abandono, del nunca más, del nunca volveré a pisar un campo”.
Esa noche muchas esposas tuvieron que subir el volumen del televisor porque oían más los llantos de sus esposos en el baño que los de su serie favorita.
Los años pasaron. Con sus navidades y con sus veranos. Con las fiestas locales y nacionales. Con los aumentos de sueldo para unos pocos y con los despidos para unos cuantos. El cambio de horario se mantuvo. La gasolina bajaba y las corridas de toros escaseaban. El pescado azul volvió a ser bueno para el colesterol bueno y la morcilla se mantenía para el malo. Las series televisivas para mujeres casadas abundaban, gracias a que Roberto y su programa de radio enloquecían a los maridos casados. Roberto y su mujer permitieron algún que otro reportaje del corazón. Nada serio. Pero su mujer, al menos, podía comprobar que su edad, mayor que la de la Bellucci, la respetaba. Roberto tuvo que empezar a correr con guardaespaldas ya que muchos maridos se enteraron de su recorrido y de su horario. Le llevaban regalos mientras corría. Ristras de chorizo de la última matanza en el pueblo. Pasteles recién hechos de la pastelería donde habían visto a su mujer comprar el pan. Dejó de jugar al pádel. Todos sus apóstoles sabían a qué hora jugaba, cuándo y dónde. A los pocos meses, empezó a beber y a fumar. Dejó de correr y descubrió que los huevos fritos con chorizo no sólo se podían cenar. Engordó mucho y se le empezó a caer el poco pelo que le quedaba. Su mujer se lió con el guardaespaldas y le abandonó. Sufrió dos infartos casi seguidos.
El último regate. Entre las piernas. Como Napoleón atravesando su querido arco del triunfo, el mismo que Hitler hizo suyo. Cuando la ética pierde su nombre y se transforma en la osadía del traidor. Rebasar a un contrario, mutilándolo. Quitándole de en medio de la manera más ruin. Soliviantándole como el repaso de un cabo a un recluta menor. Despojándole de su dignidad ante las miradas de toda la grada, de todo el estadio, de todo el mundo...”

Roberto no superó su tercer infarto. Se desplomó sobre la mesa del estudio y su cabeza se estrelló contra el micrófono. El operador de cabina había salido y allí no quedaba nadie más. El silencio en las ondas. Muchos maridos ya no le seguían y preferían ver la tele con sus mujeres. Los que sí lo hacían notaron como un dolor en el pecho, muy leve, como un toquecito, nada importante.

miércoles, 7 de septiembre de 2016

Jesús

Cuando nació Jesús hubo un apagón general en toda la ciudad. Los periódicos locales del día siguiente informaban de que ese apagón se debió a una tormenta eléctrica, que raramente ocurría y que muy de vez en cuando pasaba. De hecho, era la primera vez que ocurría raramente en la ciudad, sin de vez y sin cuándo. María y José ya llevaban una temporada sin luz, la tienda de bricolaje había cerrado por quiebra y José no encontraba otro trabajo; leía ofertas de empleo en el periódico con una vela y con su dedo índice para no perderse. Recorría calles y barrios en busca de un cartel de anuncio de empleo. Pensó en vender el coche viejo que le había regalado su padre pero lo guardó para un posible viaje o para una posible casa. Aún tenían la cabaña que él construyó, perdida en el monte. Y aún podía encontrar un trabajo. Tenían aún muchas opciones. Antes de atracar un banco o una gasolinera o un quiosco. Dependiendo de las ganas de afrontar una condena distinta.
Jesús nació con el cordón umbilical rodeándole el cuello y casi se muere. Una enfermera, al intentar cortarlo, a punto estuvo de clavarle las tijeras en el corazón y le dejó una herida, que se convertiría en cicatriz, en el pecho. No lloró. Abrió mucho los ojos, miró alrededor y frunció el ceño. Nació algo enfadado. Parecía tan mayor que daba la sensación de que se hubiera dejado a su hermano pequeño en el vientre de María. Sólo le faltó hablar y pedir el desayuno.
Después de mirar para todas partes, como un gato que se asegura de su entorno, miró a María y sonrió. Ella ya no recordaría nunca cuándo dejó de hacerlo.
A los pocos meses leía los labios de sus padres. También empezó a andar e iba solo al cuarto de baño a hacer pis, con una vela. Un día, cuando Jesús abrió el grifo para beber agua y de allí no salía nada, José le dijo a María que se iban a la cabaña.
María se había acostumbrado a hacer todo lo que decía José. No siempre estaba de acuerdo y él no siempre estaba acertado en sus decisiones, pero la losa, enorme, que soportaba y soportaban, por no saber de dónde venía su hijo, hacía que callara y se sometiera a una especie de esclavitud moderna.
Como todo se sabe o se disimula no saber en un barrio, José arrastraba su supuesta cornamenta por la panadería, la frutería y la pañalería. Subía corriendo hasta su casa y, cuando bajaba, se aseguraba de no escuchar ningún ruido de pisadas. La cabaña le esperaba; y su salud mental se lo agradecería.
Se fueron de noche, debiendo dos meses de alquiler, bajando las escaleras sin zapatos. Jesús hacía como que estornudaba. A María se le escapaba la risa.
En muy poco tiempo, Jesús aprendió a mantener un fuego encendido, a descender en zigzag una colina, a tomar un calor prestado entre sus padres, por la noche, en invierno. Aprendió a no ser visto entre los árboles y a darles patadas para que cayera algún fruto. A encogerse cuando se suponía que hacía frío y a estirarse cuando sentía que hacía calor. A diferenciar las crías de trucha de las truchas comestibles.
Y, sin saberlo, aprendió a enseñar. A ser traductor entre dos pájaros de distinta especie. A un lobo tímido usar, de noche y con la luna alta, el río como espejo antes de declararse a su loba del alma, la que no le dejaba dormir, por las palpitaciones desmesuradas de su corazón. Enseñó a un oso despistado el camino de vuelta a su casa, donde sus hijos oseznos le esperaban con una tarta de cumpleaños desde hacía tres días; y la osa lloraba desconsolada.
Cuando pasó el invierno, José y María dudaban de la vida en el monte. No sabían si quedarse o volver a la civilización. Pasaban hambre en cualquiera de los dos lugares. Aunque también se dieron cuenta de que Jesús no tenía ningún problema. Él pescaba en el río con las manos y comía fruta dando patadas a los árboles. Era feliz, no tenía ni frío ni calor, jugaba solo y nunca se aburría.
Una noche, tres excursionistas perdidos aparecieron por la cabaña. Encontraron a Jesús, José y a María en el, por así decirlo, porche de la caseta; medio adormilados, cerca del fuego. En una noche de principio de primavera, de esas que te dejan pensar en mil cosas a la vez, sin darle importancia a ninguna, donde la calma es total y el clima tu amigo. Jesús fue el primero en verlos pero se hizo el dormido. Los tres fueron muy prudentes; dieron las buenas noches desde unos metros antes de ser visibles a la luz de la hoguera, acercándose despacio pero sin que sus movimientos pudieran parecer sospechosos o que pudieran crear un equívoco. Explicaron su situación y ofrecieron dinero por algo de comer. María les invitó a sentarse y José fue a buscar unas latas de conserva y agua. Comieron y bebieron con el mismo sigilo con el que llegaron. José les ofreció dormir fuera, alrededor del fuego, ya que no tenían sitio dentro, en la casa. Y les dijo que por la mañana les acercaría al pueblo en su coche. Ellos aceptaron encantados y desplegaron sus esterillas y sus sacos, dando mil gracias. La noche era agradable y los grillos hablaban.
Jesús se levantó antes del amanecer. Sin hacer ruido, se acercó a la ventana y miró hacia fuera, apoyando la nariz en el alféizar. Descubrió a los tres excursionistas despiertos, sentados alrededor de lo que quedaba de hoguera, hablando en un idioma que desconocía. Ellos le descubrieron enseguida y se callaron. Jesús no se asustó, miró a sus padres dormidos y salió de la cabaña con cuidado.
      • Vosotros no os habéis perdido ¿Verdad? - fue la primera vez que hablaba Jesús en su vida. Pareciera que lo llevara haciendo desde años, por la seguridad de sus palabras.
Ellos se miraron y le hicieron un gesto para que se acercara y se sentara a su lado. Jesús lo hizo.
Uno de ellos habló.
      • Llevamos buscándote desde hace mucho tiempo.
      • ¿Por qué?
      • ¿No lo sabes?
      • Creo que sé algo, pero no estoy seguro.
      • ¿Qué sabes?
      • Sé que no es la primera vez que estoy en este mundo. Que este cuerpo no es el primero que tengo. Y sé que mis padres no son mis padres, ni los únicos supuestos padres que he tenido.
      • Sabes bastante.
      • Pero, ¿Quién soy?
Los tres excursionistas se volvieron a mirar. El más joven contestó. En el extraño idioma que, esta vez, Jesús comprendió.
      • Eras la esperanza de este mundo. Ahora eres materia perdida que deambula por cuerpos prestados. Ibas a ser el equilibrio, pero todo salió mal. El ser humano no era lo que esperábamos. Ni lo es, ni lo será. No hay nada más que hacer. Tu viaje ha terminado. Cuando mueras aquí, volverás con nosotros.

Jesús no preguntó más. Se levantó y caminó hasta el río. Se metió en él hasta la cintura. Se subió las mangas de su pijama hasta los hombros y sacó dos truchas para sus padres.

domingo, 21 de agosto de 2016

José

José entró en la cárcel acusado de violación. Por violar a una chica que conocía desde los quince años, cuando ambos estudiaban carpintería. A la que no volvió a ver más cuando terminó Formación Profesional. De la que no sabía ni su nombre ni su color de pelo. Sí recordaba sus ojos cuando la policía lo interrogó. Nada más. Pero su dependencia de la heroína y la acusación de ella le hicieron el mejor candidato para prisión. El único, más bien. También le ayudaron su depresión, su silencio y sus ganas de suicidarse. Cuando entró en la cárcel parecía un muerto. Ni siquiera los presos le molestaron. Uno sí lo intentó pero no logró acercarse a más de un metro; algo de José lo detenía, y no era su mirada, que no existía.
María volvió a tener la misma pesadilla. Pero esta vez el hombre que le quitaba la sábana y le tapaba la boca, la empezaba a manosear y acababa violándola. Y todo duraba hasta el final, en ese sueño. María podía saborear el hedor que desprendía la boca de ese hombre cerca de su cuello, cerca de la medalla de oro de su primera comunión, con la cara del niño Jesús. Sólo despertaba cuando el hombre había terminado. A la cuarta pesadilla apareció en comisaría y dijo que no había sido violada. Y quiso poder pedir perdón a la persona a la que había querido condenar. Y lo hizo. Le esperó a la salida de la prisión, como en las películas. Y no le pudo decir nada. Se quedó mirando sus ojos y su principio de sonrisa; lo reconoció al instante, de su adolescencia, el chico tímido que no levantaba la cabeza. Y se enamoró locamente de él y él, levantando el muro invisible que lo separaba de la vida, de ella. María estaba pendiente de juicio por su falta de moral, pero José lo arregló todo no presentando cargos. Encontró un trabajo en una tienda de bricolaje y un piso de alquiler barato para los dos y para el niño que esperaba ella. Para ese niño que no tenía padre y que nadie sabía de dónde venía. Y que José lo adoptó como si fuera suyo.
Ahora la única heroína de su vida era María, que le había salvado la vida.

Comenzó a construir una especie de cabaña en el monte, sobre un pequeño terreno que había heredado de sus abuelos, que sus padres nunca quisieron, aprovechando la primavera, los fines de semana y el descanso en la tienda de bricolaje. Queriendo tener un posible refugio para los tres por si el trabajo y el dinero se iban. Una especie de arca por si se extinguían.

jueves, 18 de agosto de 2016

Casi Nicolás

Nicolás era un niño que no existía, o al menos en parte. Murió al nacer. Pero por alguna extraña manía del universo, o de la vida, o de la muerte, no murió del todo. Sus padres lo lloraron. Y su hermanita mayor Clara. Sus tíos, menos. Algunos buenos amigos de sus padres lo lloraron más de la cuenta o de lo normal. Mientras, Nicolás iba viviendo entre lágrimas.
No comía, ni bebía, ni dormía; a veces descansaba. Igual porque veía que los demás lo hacían; pero él nunca estaba cansado. Nadie lo podía ver, ni tocar. Nadie sabía que no estaba muerto del todo. Hasta que no fue más mayor, no supo que era un fantasma o un espíritu. Con el tiempo supo la edad que hubiera vivido por la fecha de su muerte inscrita en su lápida, en el cementerio, donde cada año iban sus padres y su hermana Clara a dejarle flores.
Los primeros años fueron muy difíciles. No entendía absolutamente nada de lo que pasaba a su alrededor. No conocía el idioma de la gente, las formas, los gestos, nada. De haber estado vivo se hubiera muerto de hambre. Y de pena, porque estaba solo.
Con el tiempo fue aprendiendo. Mucho. Podía estar en el lugar del mundo que le apeteciera y aprendió a controlarlo. Gracias a un libro de geografía de Clara, supo cómo viajar por ese mundo. Y conocer sus lenguas y sus gestos y sus formas. Sólo con imaginarlo, se desplazaba por la Tierra, en un instante, como el chasquido de un suspiro. Muchas veces se equivocaba de país, o se metía de lleno en una guerra o en un amor.
Le gustaba mucho descansar en la alfombra, a los pies de la cama de su hermanita. Y le gustaba cuidar de ella, aunque no pudiera hacerlo. Le gustaba pensar que sí podía. Consiguió, con mucho esfuerzo, su primer milagro como fantasma; colocó, pensando, las zapatillas de Clara debajo de su cama, perfectamente alineadas y perpendicularmente perfectas, esperando al aterrizaje perfecto de sus pies, cuando se levantara, sin controladores aéreos ni normas. Sólo con pensarlo. Era la primera vez en su muerte que hacía algo físico, o lógico para los vivos. Aunque no fuera él, físicamente, el que lo moviera. Esa noche, en la alfombra de su hermanita, no pudo descansar.
En sus viajes no físicos abusaba de Israel, de Egipto, de Turquía... no sabía porqué, pero siempre acababa por Oriente. Y no era por la falta de práctica a la hora de concentrarse en un viaje; antes de concentrarse en ese viaje, ya había visualizado Jerusalén, por ejemplo. Pensaba en Los Ángeles de California y aparecía en Beirut. Pensaba en el pueblo de su padre, en Castellón, y conocía el verano en el Sáhara. Sabía que había visualizado Nazaret, pensaba en Viena, y ya estaba en Israel otra vez.
Después de tantos viajes, decidió quedarse una temporada con Clara y sus padres. Pasó muchas horas con ella en el colegio. Le empezó a gustar más las clase de geografía que sus viajes alocados. Las clases de inglés y de francés. Le interesó mucho todo lo que tuviera que ver con algo manual; dibujo, tecnología, madera, cerámica, plastilina... pero sus manos no podían tocar nada, no existían, como él. Sí que alguna vez, esforzándose, como cuando movió las zapatillas de Clara, produjo pequeñas obras de arte: un trazo en un papel, algo parecido a un señor con un poco de barro o un agujero en una tabla de madera. Su falta de vida no le proporcionaba, por lo menos, frustración. Y él seguía intentándolo, sin desasosiego, sin alegría, sin llanto y sin pasión. Pero con tiempo, que era algo, que al parecer, le iba a sobrar el resto de su muerte.
Sus padres y su hermana iban cumpliendo años. Sus padres envejeciendo y su hermana rejuveneciendo, como una planta o como un árbol en su plenitud. Cuanto más crecía ella, más mermaban ellos. Eso también lo leyó en los libros, de ciencia, cuando Clara pasaba las hojas y él dependía, memorizando todo lo que podía de esas páginas, de su ritmo y de sus manos.
Quiso saber cómo era él. Si tenía un cuerpo, aunque fuera invisible. Si también crecía o descrecía. Sabía que necesitaba saberlo. Muchas veces intentó verse en los espejos, aunque recordó que no lo hacía con la misma intensidad que la de su concentración para los viajes, o para las zapatillas, o para su proyecto de artista sin corazón. Un día se imaginó que era un ser imaginario, un producto de sí mismo, de su misma no creación, de un error que no necesitaba estudiar. Y se colocó delante de un espejo. Del espejo que Clara tenía en su habitación y que sus padres subían por la pared cada vez que ella les sorprendía con un nuevo estirón. Y esta vez, Nicolás, sin esfuerzo, sin pensar en nada y con todo el tiempo del mundo, se vio. Y se estremeció. Era un feto. Como los fetos de los libros de Clara. Tuvo que sentarse en la alfombra, en su alfombra. Había llegado a creer que existía. En ese momento se dio cuenta de que no era el hijo de nadie, ni el hermano de ella, ni el proyecto de artista de manualidades. Ni siquiera un buen estudiante. No estaba en ningún sitio, por mucho que pudiera estar en todos.
Nunca se había sentido así. Porque nunca había sentido. Sólo lo había copiado. Cerró, o creyó hacerlo, los ojos y quiso salir de allí, desaparecer, más aún. Quiso estar vivo.
Abrió los ojos. Esta vez supo que los abría de verdad. No sabía por qué, pero supo que los abría desde un cuerpo. Un cuerpo vivo. Que salía de un túnel hacia una luz. Que sus terminaciones nerviosas eran reales, no como las de los libros de Clara. Y que empezó a llorar. Eso recordó.
Después lo olvidó. Todo.
Se llamaba José. Era un niño. Nació escuálido, gracias igual a que su madre no se cuidaba. Desde muy pequeño mostró un gran interés por las manualidades, sobre todo con todo lo que tuviera que ver con la madera.

Le gustaba tener sus dos zapatillas en paralelo, debajo de su cama, para cuando se despertara.

martes, 2 de agosto de 2016

María

María se llevó el niño al río mientras José arreglaba parte del tejado. La lluvia, el granizo, la nieve y el frío del invierno terrible que acababa de pasar habían deteriorado su casa y su salud.
Cuando decidieron olvidarse del progreso, de la civilización y de la rutina de la ciudad, no contaron con la dureza de una vida sin adelantos tecnológicos. Sin luz, sin calefacción y sin agua. El río estaba a treinta metros de la casa. Y llevaba agua, pero sin termostato que la regulara. Y en invierno era devastadora. Meterse en el río hasta la cintura sin gritar, porque el niño te estaba mirando, se convertía en un recuerdo imborrable. Una vez dentro lo que costaba era salir y secarse con esa toalla mojada acartonada por las continuas heladas. Y volver a casa, o a la caseta, entumecido, con el frío metiéndose en el alma.
Jesús nunca tenía ni frío ni calor. Correteaba por la casa medio desnudo en invierno y con un traje de superhéroe hecho de lana por María en verano. Y se reía constantemente. Era muy feliz. Pero a José y a María se les pegaba poco de esa inmensa felicidad. Ese contacto con la madre tierra les estaba resultando de lo más aparatoso. Y ninguno de los dos quería expresar su malestar.
      • ¡Menuda mierda de mierda la puta teja de Dios! - dijo José, sabiéndose solo.
María corría detrás de Jesús con la toalla acartonada y el vaho que exhalaba por la boca se mezclaba con la niebla, allí, en la ribera del río. Mientras, el niño se reía, desnudo y empapado, y esquivaba a la madre con absoluta destreza. A veces, María se detenía, tomaba aliento, y se reía también. Entonces, Jesús no podía parar de ser feliz.
Por la noche, delante de un fuego improvisado fuera de la casa donde el niño dormía debajo de la parte del tejado arreglado, María y José habían acabado de cenar y se besaban. Y el calor de la hoguera les daba sueño. Y se besaban más.
      • Ya sé que lo hemos hablado, pero ¿Tú crees que hacemos bien en quedarnos aquí?
      • No tengo ni idea. El invierno ha sido duro. Aunque ahora, con el buen tiempo que vendrá, seguro que nos animamos, ¿No crees?
      • Tendré que ir al pueblo a buscar trabajo hasta que podamos sembrar.
Al día siguiente, muy temprano, María fue al río a lavar la única camisa blanca que tenía José. Después, con las brasas aún calientes del fuego de la noche anterior, la secó. Y después aseguró dos botones mal cosidos. Sacó el triángulo de emergencias del coche y la colgó en un árbol, justo cuando empezaba a amanecer y el sol bostezaba. José ya estaba en el tejado.
Al medio día, Jesús nadaba en el río mientras María intentaba pescar truchas con un palo afilado; aprovechaba su falda, también, como red improvisada. Cuando se disponía a descansar un poco, con el frío en sus pies y en sus manos, Jesús sacó del agua dos truchas, una en cada mano, y las hizo volar hasta su falda. Soltó una carcajada, tomó aire y desapareció buceando. María se quedó un momento quieta. Tuvo la intención de llamar al niño. Pero no lo hizo. Sintió la seguridad de no hacerlo.
José regresaba del pueblo justo cuando María tenía ensartadas las dos truchas ya asadas. Allí estaban esperándole, al lado del fuego, ella y Jesús, tumbado boca arriba jugando con las nubes. Y el cielo haciéndole caso, transformando esas nubes en la apariencia que la mente del niño quería; o eso le parecía a María.
      • No hay nada para mí. En dos o tres meses, quizás – José resoplaba triste.
      • Te quiero. Ya hay algo para ti – María le abrazó y le besó en el cuello.
      • Y yo a ti y a ti, pequeñín.
      • Jesús pescó las truchas. Con las manos.
José abrió mucho los ojos mirando a su hijo, panza arriba, dibujando en el cielo con un dedo.
      • Pero si ni siquiera sabe hablar...
      • No le hace falta para ser cazador – María rió y Jesús, contagiándose, también.
Después de comer, y gracias al día casi primaveral que se adelantaba al cambio de estación, durmieron la siesta al lado de las brasas. María tuvo la misma pesadilla que se le repitió durante muchos años cuando era pequeña. Escapaba corriendo de un colegio de monjas donde estaba interna. Sin nada más que una sábana blanca como vestido. Corría, al amanecer o al atardecer, por callejuelas viejas y sucias. Con heridas en los pies y con un olor nauseabundo en la nariz. Y siempre, en algún momento de su huída, aparecía un hombre alto, enorme, también sucio, que le quitaba la sábana y le tapaba la boca.

Esa noche, cerca de allí, en el monte, tres excursionistas se perdían.

miércoles, 13 de julio de 2016

Matilde

Sentada en un banco del parque cercano a la casa de Felipe, Matilde rehacía su moño una y otra vez, intentando que algún pelo le quedara suelto, gracioso. Con el espejo del móvil comprobaba que no lo conseguía y le daba la impresión de que no se lo hubiera lavado en meses. Aprovechaba también para mirar si había recibido algún mensaje nuevo de Carlos. Con los pelos tristes y la cara iluminada por el teléfono, vio cómo se acercaba Felipe, impoluto, como si se acabara de duchar, distinguiendo desde cincuenta metros las rayas perfectas de su pantalón, y los dientes blancos y la sonrisa perfecta.
      • Mi amor, ¿Te he hecho esperar mucho? Entró una llamada justo cuando me iba y la tuve que atender porque era de un cliente importante – Felipe besó a Matilde.
      • No, si llegas pronto. Llevo un rato aquí porque quise.
Felipe la miró como a una niña pequeña y le pasó la mano por la cabeza; se enredó por un momento con su goma del pelo gracias a una uña mal cortada de uno de sus dedos, del meñique. Ella lo notó. No tanto por el tirón en su cabeza, sino por la cara de él al dase cuenta de que descuidaba las pequeñas cosas, y de que no era tan perfecto, o proyecto de perfecto, como creía. Se llevó el meñique a la boca y sonó el móvil de Matilde.
      • ¿Sí?... Hola... Bien... No, estoy con... mi novio. Vale, mejor... Adiós.
Felipe esperó unos segundos, por si ella quería decirle quién había llamado. Los segundos comenzaron a pesar.
      • Sabes, mi amor, creo que he encontrado el piso perfecto para los dos. Muy cerca de aquí, céntrico y soleado, como a ti te gusta.
      • Felipe, tenemos que hablar.
Sus dientes se volvieron amarillos y su sonrisa también. Y al sentirse más pesado se sentó en el banco al lado de Matilde.
      • Hablar de qué... mi... amor.
      • De nosotros... de Carlos... - la goma del pelo salió disparada – de Carlos y yo.
      • … mi amor...
      • Tenía que habértelo contado antes. Soy una tonta. Llevo días intentándolo... semanas...
      • ¿Tanto tiempo con él?
      • Tres semanas con él. Lo siento.
      • Pero es... era mi mejor amigo – las rayas de su pantalón desaparecieron -. Y es cinco años mayor que yo.
      • Yo soy ocho años mayor que tú.
      • No tiene trabajo estable.
      • Por eso le he visto más que a ti... y... me he enamorado.
Un policía les hizo una señal. Iban a cerrar el parque. Felipe y Matilde se arrastraron hasta la salida.
      • Me gustaría estar sola ahora. Ya sé que querrás saber más cosas, pero me encuentro muy mal, agotada. Será por habértelo dicho. Estoy muy cansada.
      • Pero... ¿Y una cerveza aquí al lado? ¿En el bar de los amigos de mis padres?
      • No, por dios... y menos ahí.
      • Nunca te cayeron bien los amigos de mis padres.
      • Todos me han caído más que tú. Tus padres, sus amigos, tus tíos, tus amigos, Carlos... Tú siempre has estado menos que ellos. Ni siquiera estuviste cuando aborté.
      • Tenía trabajo. Y lo hablamos. Y te pareció bien ir sola.
      • No entiendes nada. Esas cosas no se hablan, se hacen.
Quizás por la costumbre habían ido caminando hacia la casa de Felipe, y la de sus padres, hacia el bar “La Reunión”, el bar de los amigos de sus padres. Matilde se detuvo y paró con un brazo a Felipe, que miraba al suelo. Con el otro brazo le indicó otro bar que estaba a su lado. Entraron.
      • Si quieres saber más cosas hoy, prefiero este sitio. Y así quedará entre nosotros.
      • No te entiendo... - un camarero se les acercó – Mi amor, ¿Una caña?
      • Sí – ahora era ella la que miraba al suelo.
      • ¿Cómo mi amor?
Resultaba complicado escucharse bien en el bar. Había mucha gente y hablaban muy alto.
      • ¡Sí!
      • Una caña y una coca light.
      • ¿Bebes coca cola light?
      • Sí, quería cuidarme... adelgazar.
      • Vas a desaparecer...
      • ¿Qué?
El camarero les llamó desde el otro extremo de la barra. Con una sonrisa les hizo ver que allí había menos gente. Fueron los dos en fila, atravesando la multitud con cuidado, Felipe delante y Matilde detrás. Él buscando a ciegas la mano que no encontró de ella.
      • ¿Por qué no me he dado cuenta? ¿Mi amor?
      • Por favor, deja de llamarme mi amor.
Ahora podían oírse. El camarero desapareció en cuanto se dio cuenta de sus caras y de sus ojeras. Ella bebió un largo trago de cerveza.
      • Tú crees que me quieres porque te lo has creído. Has querido que sea así. Por encima de todas las cosas. Por encima de mí. Pero, sobre todo, por encima de ti. Es muy triste verte actuar sin que te des cuenta. Y nunca has dejado de actuar. Y ni siquiera te gusta el teatro, o el cine; ni siquiera te gusta una miserable serie norteamericana. No me puedo imaginar cómo seré yo misma a través de tus ojos de actor. Por eso, y por muchas otras cosas, no puedo estar contigo.
      • ¿Una tapita de chipirones o un montadito de calamares? - un nuevo camarero apareció en escena. El camarero cómplice intentó evitar el pequeño desastre, pero no tuvo tiempo. A punto estuvo de sujetar por la camisa al nuevo.
      • Yo montadito – dijo Felipe.
      • ¿Estás pidiendo un pincho? ¿Tienes hambre? ¿No ibas a adelgazar el no se qué que tienes que adelgazar? ¿Me estás escuchando?
Matilde abrió mucho los ojos y miró hacia los lados. Después lo miró a él. Con tanta intensidad que las rayas de su pantalón volvieron a aparecer. Suspiró como si lo hiciera una ballena, se pasó la mano por la frente y se dirigió hacia la salida, donde se encontró con los padres de Felipe, los amigos de sus padres del bar “La Reunión”, algún tío y tía de los que no recordaba el nombre y a unos cuantos primo-sobrinos gritando educadamente.
      • ¡Matilde! ¡Guapa! ¡Qué alegría! ¡Estás más gorda y más guapa! - dijo uno de ellos.
      • ¿Estarás con Felipe, no? ¿Dónde está? - dijo otro.
Un primo-sobrino le dio una patada en la espinilla y sonrió.
      • Tienes los pelos de una loca... ¡Ah! ¡Ya lo veo! ¡Felipe! - dijo su madre.
Felipe recuperó el blanco de sus dientes y sonrió perfectamente al ver cómo su madre se le acercaba.
      • ¿Vas a mear, Matilde? ¡El servicio está para el otro lado! ¿Bebiste mucha cerveza ya , eh? - dijo el padre mientras le pasaba la mano por la espalda.
      • No, voy a fumar fuera. Nos vemos... luego.

Lo último que pudo ver antes de echar a correr como una loca, fue a Felipe dentro del bar rodeado por su familia y por los amigos. Como un torero después de una buena faena. Gesticulando, hablando, sonriendo. Comiéndose los calamares y subiéndose las mangas de la camisa.

martes, 5 de julio de 2016

Esquivar

Salir a la calle a pensar está mal visto. Y mal oído. No puedes atravesar unas gafas de sol de espejo para saber quién te vocea desde la otra acera, enfadándose si no le reconoces. Que si siempre vas a tu bola, que dónde está tu educación o que si siempre fuiste un poco bohemio.
Mejor pensar en tu casa; lo tuyo. Porque en la calle sí que vas a pensar; te vas a hartar a pensar. Pensar por los demás. A parte de los saludos obligados de buen ciudadano conocedor de sus conocidos, te convertirás en el perro pastor que evita que el rebaño se despiste, o que se choque, o que considere que una diagonal es un paralelismo más. Te convertirás en el semáforo del descarriado y en el stop del despistado. En la sombra del que está demasiado alumbrado. Donde tu espacio personal es una carcajada de vagón de metro en hora punta. Te encontrarás sorteando gente como si fueras un atleta, un abogado o un motorista de autoescuela. Y chocarás. Claro que chocarás. Será imposible esquivar a todo el mundo. A no ser que te conviertas en un experto del aire y del roce; donde ya nada quedará de ti, a parte de esa cualidad.
La cualidad de saber detenerse a tiempo ante una avalancha; en la salida de un supermercado, de una tienda o de un portal. Bajar la cabeza ante un paraguas. Bajarte de la acera frente a una excursión familiar, con cochecitos, abuelitas y demás material, y no saber si eres peatón, vehículo o guardia municipal. Estudiarás el mecanismo del bastón del anciano, donde su función no se limita a ayudarle a caminar, sino que a veces, como un espasmo, se convierte en la batuta de una orquesta de gigantes. Serás el camarero ocasional cuando atravieses la terraza de verano de algún bar; y su papelera; y su audífono; y su suegra. Serás la colonia de los que no se lavan en un acto cultural o la cultura en una guerra colonial. Serás tantos y todos que se te olvidará sumar, o restar.

Pero, eso sí, te convertirás en un experto espacial.

viernes, 17 de junio de 2016

El animal

Existe un animal marino de tres milímetros que tiene corazón y cerebro. No me estoy metiendo con nadie. Existe de verdad y se llama Oikopleura dioica. Dicen los que saben que es casi como nosotros y que nosotros no somos casi como él porque tenemos más genes. Pero no tenemos más genes porque al evolucionar los hayamos ganado, sino porque el Oikopleura dioica los ha perdido. Podríamos estar discutiendo esto durante horas o semanas, pero a mí se me quitan las ganas de hacerlo cuando salgo a la calle. Creo que la única diferencia con ellos es que nosotros vamos vestidos. Igual puede que cuatro cosillas más. Que nos gusta el fútbol, el vino y las mujeres. La última cosilla es que hablamos; aunque aquí soy yo el que sí quiere discutirlo.
Eduard Punset dice que la música es el lenguaje que entendemos y que nuestro lenguaje no sirve para casi nada. Que dentro de ese lenguaje lo que importan son los gestos que acompañan esa verborrea, el movimiento, y con el movimiento la musicalidad, y con la musicalidad la música, que justamente es por donde empezó Punset. Que lo que hablamos suele ser mentira, si es que alguna vez es verdad.

El Oikopleura también tiene culo, y al tener culo también tiene boca. Como nosotros. Aunque nosotros, a veces, hablamos con el culo y... Ellos no. Ellos saben muy bien dónde tienen cada cosa. Usan el cerebro para saberlo. Y, seguramente, usen el corazón para quererse.

viernes, 3 de junio de 2016

El basurero

Pablo siempre quiso ser basurero. En el colegio estaban todos asustados; los profesores, sus compañeros, los curas y el director.
      • ¿Y tú, Pablo? ¿Qué quieres ser de mayor?
      • Basurero.
      • … ¿Cómo?
      • Basurero.
Los niños se reían y el profesor no podía seguir hablando. Pablo no quería llamar la atención porque no tenía la edad estúpida preadolescente. Tenía nueve años. Y ya pensaba en limpiar el mundo. Su padre, médico, y su madre, abogada, no se reían nada. Era su único hijo. Un proyecto de cirujano-juez-presidente-astronauta. Y Pablo quería ser basurero; y después de los nueve años, y de los catorce, y de los diecinueve. Por qué no se les ocurrió tener más hijos. Por qué. Qué tenía la mierda que a su hijo le gustaba tanto. Qué habían hecho mal.
Él hacía montoncitos con sus migas de pan en la mesa del comedor del colegio. Cuando acababa, hacía los montoncitos de los demás; de su mesa; y miraba hacia las demás mesas. Con la palma de la mano arrastraba los deshechos y los juntaba en un gran montón, mientras procuraba un ruido como de presa hidráulica, motor, camión de basura. Recogía los platos de los niños de al lado, hacía una montañita con las sobras en un único plato y dejaba los otros alrededor, sin ponerlos unos encima de otros, para que la grasa no ensuciara el reverso, cuando los coges sin guantes y te resbalan, y te dejan las manos sin uso, por un rato.
En el patio, en el recreo, buscaba los envoltorios de los bocadillos, las latas de refresco, los papeles... Los recogía y lo intentaba meter todo en las papeleras imposibles rebosantes; se imaginaba ratas gigantes queriendo morderle las piernas, pero las asustaba con un grito. Sus verdaderos amigos se quedaron a su lado para siempre. Hablaban lo mismo que él, poco.
Por la noche, en su habitación, esperaba desde la ventana abierta a que pasara el camión de la basura, con su luz característica que se reflejaba en las paredes. Entonces podía dormir tranquilo.
Pero lo que más le gustaba era ver al barrendero con su carrito, con su soledad y con su tranquilidad. Pablo quería trabajar de eso cuando fuera mayor. Y hacer montoncitos, un poco más grandes, con su escoba; y disponer de una manguera, y mojar todas las calles desiertas. Y que le dejaran en paz. Y pensar.
A los veintidós años consiguió ser basurero. Y a los veintitrés, barrendero; con su carrito, su escoba, su manguera y sus calles nocturnas desiertas.
Dejó el trabajo a los treinta y cinco, cuando los libros que escribía se empezaron a vender y los compromisos con la editorial le hicieron incompatible ambos oficios.

Pero siguió asomándose a la ventana, por las noches, para ver pasar al camión y al carrito, a lo lejos, cuando había suerte. Y no dejó de hacer montoncitos en su mesa, aunque fueran de palabras.

viernes, 6 de mayo de 2016

El hombre de abajo

Vive debajo de mí un hombre que ya no pide limosna. Bueno, vivo yo encima de él, aunque él no viva justo debajo, en la calle. Vive allí cuando yo le veo. Hace muchos años que lo conozco, de vista. Siempre en la misma calle, en su oficina. Yo antes no vivía justo encima de él pero, de vez en cuando, nos encontrábamos. Y me pedía. Extendiéndome su mano y mirándome con unos ojos vacíos, tristísimos. Su oficina son unas cuantas baldosas de la acera de su calle; dependiendo de la estación del año se mueve por ellas buscando el sol en invierno y la sombra en verano. Un pequeño toldo de una tienda cercana le protege de la lluvia; y una cabina de lotería le resguarda del viento.
Durante mucho tiempo pedía limosna, pero ahora ya no. Sigue encima de sus baldosas. Pero ya no extiende la mano. Se limita a esperar, y de vez en cuando se le acerca una persona que busca en sus bolsillos, y le extiende la mano con alguna moneda. Él sonríe y hace una pequeña reverencia. Y cuando esa persona se ha ido, sonríe mucho más; una pequeña felicidad casi desconocida para mí; la conocí cuando pedía. Una minúscula alegría que se contagia y que hace que se te empañen las gafas.
Al cabo de un rato, otra persona le extiende la mano. Él, de vez en cuando, sale de la oficina, deja entreabierto y desaparece. Vuelve en unos minutos.                                                                           Una anciana se le acerca y se encorva hacia su bolso, lo abre y busca con las manos. El hombre permanece a su lado casi inmóvil, casi porque juega con el vaivén de sus baldosas, mal ancladas y muy usadas. Y casi sonríe. La anciana sonríe del todo; con una mano le da unas monedas, mientras que con la otra le protege la ganancia. Ahora sonríen los dos. Ella tarda en irse porque tarda en cerrar el bolso, ocuparse de su chaqueta y asegurarse con su andador. Y lentamente se va. Tan contenta como el hombre, que hace que las baldosas se muevan más rápido que nunca.

Aparece un hombre apresurado, despeinado y bien vestido, como Picasso. Se detiene junto a él, busca en sus bolsillos y saca una piruleta. Extiende la mano y se la da. Los dos se ríen. Mucho. Demasiado como para entenderlo si tuvieras que reírte junto a ellos.

domingo, 1 de mayo de 2016

Los hijos de los demás

A todo el mundo le gustan los niños. Es un hecho. Y si no te gustan, te aguantas. Si no tienes hijos es porque eres impotente o estéril, o las dos cosas. Si te da por hablar del mundo y no tienes hijos, es aún peor. Aunque podrías justificarte, basándote en que tener hijos empeora las cosas de ese mundo, del que hablabas, tú. A partir de ese momento, y contando con que no deberías haber bebido ese tercer vino en esa cena a la que nunca deberías haber ido, tu participación en esa conversación ha terminado. Ya no existes. Sólo existes como comodín, como el amigo problemático sensible que nunca llegará a nada, o más bien como el que nunca llegó. Servirás para recibir alguna palmadita en la espalda y para rellenar los vasos vacíos de los que nunca beben. Para que ese nunca beber les anime a soltarse, para que hablen de ese mundo que a ti te parece incorrecto. Para que te expliquen cómo es la vida; la suya, la de su mujer y, por supuesto, la de sus preciosos hijos (esos preciosos hijos que tú tienes que educar).
Mientras les sirves vino, quieres morirte. Y recuerdas todas las maneras posibles que tuviste que inventar o investigar para que esos grandes amigos no acabaran muertos cuando erais adolescentes. Su manera de despreciar. Su prepotencia y su seguridad. Sus borracheras incontroladas. Su derecho de pernada. Tu escalofrío al salvarlo, recogiendo su cabeza de un váter inmerecible. Tu poca ética, mirando hacia otro lado, cuando el lado ético estaba siendo violado. La pregunta inevitable de por qué erais amigos; o peor aún, la de por qué seguíais siendo amigos. Igual uno se acostumbra y ya no le da tiempo a bajarse de ese viaje amistoso que a partir de los veintitantos o treinta años va a toda velocidad.
Y todo eso es mentira. La costumbre te absorbe y te moldea, a imagen y semejanza de cuando dejaste de tener sueños, a la edad que quieras, pero siempre antes de los treinta. Una costumbre voraz que te destruye.
Mientras no estás completamente destruido y tus recuerdos te adoptan, mantienes una cierta lógica de lo que fuiste. De lo que ibas a llegar a ser. De lo que crees que eres pero que ya no lo serás jamás. Y a partir de los treinta te conviertes en el educador provisional, vocacional y profesional, sin ningún tipo de título oficial, de esos maravillosos y preciosos hijos de los demás. Siendo profesor en un colegio, en un instituto, en una academia, en una escuela de karate, sus hijos te considerarán como el maestro y padre que no tienen en casa; hasta que lleguen a ella y lo olviden todo; para que al día siguiente tú vuelvas a empezar, como un abuelo generoso que no reprocha nada a sus nietos, como el amigo sensible al que hay que acariciar, de vez en cuando, cuando las fuerzas de padre flojean. Cuando su madre pierde el brillo de los ojos.
Uno se acostumbra a descorcharles la sinceridad y a rebajársela cuando es demasiada, cuando puede molestar. Puedes encontrar un mundo desconocido en su canica, llena de gente extraña que nunca conocerás; pero, una canica organizada, con su presidente, sus ayudantes, los ayudantes de los ayudantes, los cines, los supermercados, las farmacias, algún banco en la canica de algún niño acumulativo, el colegio y, por supuesto a su lado, un patio enorme donde jugar no tiene fin.
El fin lo escribe el adulto.
El principio es del niño, como lo vuelve a ser de la madre cuando recupera el brillo. Descubrir las cosas, todas las cosas. Respirar y correr, mucho. Dar de mamar y sonreír. Crear recuerdos imborrables. Ser feliz. Creer que todo va a seguir así.
No tener hijos llega a ser un problema. No estás acostumbrado a gritarles ni a hablarles en ese idioma imposible. Cuando te comportas como una persona normal, ¿normal?, delante de ellos y de sus padres, te miran raro, y después se miran, intentando comprender tu actitud. Eres un bicho raro, seguramente insensible y estéril. Seguramente con algún problema mental. No van a considerar que gracias a bichos como tú, sus hijos están aprendiendo a comparar. Incluso puede que lleguen a hablar de una manera normal entre ellos.
Los conejos son mucho más inteligentes porque tienen toda la hierba del mundo. Hasta que aparece toda una familia humana normal llena, llena de odio hacia la vida, y arrasa el campo, con sus tortillas y su plástico, con su ruido compartido, con su aire feudal, con sus ganas de fastidiar, cuando los conejos se miran entre ellos.
Casi todos los lugares del mundo están llenos de niños; las banquetas de los bares que arrastran hacia las máquinas tragaperras, las zonas de silencio de los hospitales, los cruces con poca visibilidad de carreteras, las colas de supermercados, los sofás frente a la televisión de las casas a las doce y media de la noche, las piscinas sin socorrista, los parques de atracciones con tuercas oxidadas, los padres atentos al fútbol o a las piernas de la vecina... Todo parece ser un desafío a la muerte. Del que te tienes que encargar tú y tu terapeuta o psicólogo. Maldita ética aprendida.
Los niños no están sordos (los extranjeros tampoco). Podríamos empezar por aquí. Es cierto que les cuesta entender su futuro idioma, que tardan tiempo en andar (demasiado si nos comparamos con los potros, por ejemplo), que tardan en llevarse la cuchara a la boca (existen numerosos animales que, antes de hablar, han comido por ellos mismos y hasta han construido una especie de despensa). Tardamos tanto tiempo en todo, que cuando nos damos cuenta ya estamos muertos. O casi muertos. Y si no lo estamos, nos encargamos de intoxicar a los recién vivos, para que sigan con la tradición; para que la costumbre no se apague.
Si los niños no están sordos, no creo que haga falta gritarles al oído en un idioma inventado. Y volvemos a lo mismo; nosotros somos los sordos. El respeto se mide en decibelios; el que más grita más respeto tiene y el que calla, otorga. En una guerra sigues al que tiene más voz si es de los tuyos y corres si esa voz es de uno de los otros. ¿Por qué los niños no corren cuando les gritan?. Pues por eso. Porque son prisioneros de guerra. De vez en cuando los sueltan para que se desfoguen un poco, dándote patadas en las espinillas y gritándote en el idioma de su mando de mayor rango de su campo de concentración. Los convierten en acérrimos súbditos entre carcajadas poderosas de general, en linchamiento verbal, en prepotencia paternal, donde el respeto es una palabra que hay que buscar en el diccionario. Mientras los conejos huyen despavoridos, tapándose las orejas con enormes orejeras. Donde el diccionario es otra palabra que hay que buscar en otro sitio, en otro lugar, en otra cosa.
Estos mini-señores proyecto de yonosoyracistaperoquemihijanosecaseconunnegro, no tienen culpa alguna, hasta que la empiezan a tener. Cuando toman el relevo de sus padres y se casan con la que parece la más virgen de todas o el mejor futbolista de todos. Y vuelta a empezar, o a acabar.
Los sinhijos debemos equilibrar el desequilibrio; tenemos más tiempo para los otros, menos preocupaciones, un estado casi zen, paciencia infinita y sonrisa constante. Debemos olvidarnos de nuestras aficiones y anteponer el ruido a nuestra siesta. Sin los sinhijos los accidentes se multiplicarían.
Nos ofrecen, constantemente, perros, gatos, peces, ratas en jaulas, para aliviar nuestra soledad. Ninguna respuesta les parece válida cuando nos preguntan que por qué no queremos tener niños. Y tampoco nosotros sabremos darla. Seremos unos egoístas por no querer compartir la vida. Nos arrepentiremos cuando seamos viejos, tantas cosas perdidas. Seguramente. No tendremos quien nos entierre. Ni nada que dejar. Nos perderíamos su primer papá o su primer mamá. Su primera noche entera llorando. Su primer pañal, su segundo, su tercero... Su primer trago de lejía (como buenos padres, tendríamos los productos de limpieza a su alcance). No podríamos llorar de emoción el día de su primera comunión; ni el de su segunda. No podríamos regalarle todo lo que pidiera por traernos dos aprobados y ocho suspensos. Nos perderíamos su primera borrachera y su segundo lavado de estómago. No estaríamos el día de su primer juicio. Nunca podríamos ir a visitarle a la cárcel. Ni a pedir perdón al vecino porque nuestro hijo le destrozó el coche. Todo serían pérdidas. O igual no todo. Podría tener hijos, gracias a los bis a bis de la prisión donde estuviera, y así mantener el apellido por el mundo. Ya se encargaría alguien de fuera de su educación; de gritarle al oído su nuevo idioma, de darle dos tortazos cuando llegara tarde y otros dos cuando llegara demasiado pronto, de quererle a su manera y de bañarlo los sábados, para que su olor no fuera lo suficientemente inaceptable.
Su nuevo padre sospecharía de cualquier sinhijos de alrededor y, aunque no fuera el que puso la semilla, se encargaría de recoger la cosecha que más le interesara. Siendo el resto, el vacío, o lo precipitadamente llenado, para los demás.
Los hijos de los demás también podrán ser estupendos, por supuesto. Sólo he querido dar la parte negativa de la educación. La educación que esos pobres padres no han tenido, o no han sabido buscar. Las circunstancias, la vida y la enfermedad. El descontrol y, otra vez, la costumbre. La costumbre descontrolada de la procreación. Los tests olvidados a los futuros padres. La educación desde que te mides en la pared.

Pero claro, esto es ficción. Los hijos de los demás seguirán siendo de ellos.