domingo, 11 de septiembre de 2016

el locutor

Roberto era guapo hasta sin verle. Era locutor de radio. De esos locutores que vuelven locos hasta a los hombres porque se imaginan que les habla Harrison Ford; y que es hasta normal comentarle a tu mujer lo irresistiblemente guapo que es y lo buena persona que es. Y todo lo que le de la gana ser.
Trabajaba en la radio nacional como comentarista deportivo; comentarista de fútbol, claro; cuando se comentaba otro deporte, él no iba. También tenía su propio programa por las noches, a diario. Fue futbolista de joven y a punto estuvo de fichar por un grande de primera división, pero una lesión le dejó con las ganas. A sus cincuenta años se mantenía en forma. Corría todas las mañanas, jugaba al pádel, no comía grasas, no bebía alcohol y no fumaba. Su mujer era físicamente igual que Mónica Bellucci e intelectualmente igual que una pelota. Sus oyentes lo querían matar y lo querían, también. Era amor acabarse los huevos fritos con chorizo a toda prisa, dejar a tu esposa en el sofá con su serie favorita y zambullirse en su programa nocturno, lleno de anécdotas de jugadores, de fueras de juego, de regates imposibles, de marcajes férreos, de lesiones y de goles. Se podía respirar la cal del césped desde la cama, a través del transistor.
En un intento desesperado por igualar el marcador, Jacintín, el lateral derecho, miró a Manuel Ángel, el extremo. Le guiñó el ojo izquierdo con tanta precisión y con tanto entusiasmo, que la pared entre ambos fue tan veloz que el extremo izquierdo del otro equipo, Carituni, quedó clavado en el campo, como el mástil de una bandera en una conquista. Jacintín como una bala y Manuel Ángel detrás de él, como la pólvora que lo impulsaba, llegaron a la medular. La mitad del camino hacia el empate estaba hecho. Jacintín se diagonalizó llevándose a dos oponentes, no sin antes soltar el balón, mojado, cubierto de barro, a Manuel Ángel, que se desfondó por la banda vacía, al límite de sus fuerzas, para llegar hasta casi el final, el final de la tierra, Finisterrae, casi hasta el banderín del corner... desde allí, levantando la cabeza como un marinero curtido, envió el esférico hacia el área, el área pequeño, el área donde debe mandar el cancerbero. Ese cancerbero que en ese momento perdía la batalla ante Juliño, el delantero centro, que con un salto feroz y un giro de cuello vertiginoso, enviaba la pelota al fondo de la red, acariciándola casi, respetándola incluso. Un gol de cabeza. O mejor, un gol con cabeza. Dos esféricos, balón y cabeza, entendiéndose a la perfección. El marcador estaba igualado. La victoria debería esperar. El partido de vuelta decidiría”.
Muchos maridos tenían que ir a beber un vaso de agua después de oír esto. Algunos hasta se mojaban la nuca. Había algunos que cerraban la puerta del baño y se ponían a hacer flexiones.
Roberto era un dios, era el rey de las ondas, inmortal, el mejor amigo del mundo, el mejor novio de una hija, el mejor amante de su mujer, el mejor abuelo de un nieto o el mejor hijo de un padre. Era el mejor. Y punto.
Al día siguiente, los maridos compartían su complicidad con Roberto en el trabajo. No hacían falta palabras. Porque las palabras ya las ponía él. Ellos ponían su admiración y su absoluta dependencia física y moral. Eran su legión. Sus más fieles discípulos. Sus apóstoles.
Hoy se rompió Astucio. Oí cómo su menisco se despedía de él para siempre desde la cabina de comentarista, desde la tribuna. Lo oímos unos pocos. Los que amamos este deporte. Él también lo oyó. Y mucho. Sus innumerables lágrimas intentaban apagar el fuego del dolor, pero ese dolor no era ya físico, era el dolor del abandono, del nunca más, del nunca volveré a pisar un campo”.
Esa noche muchas esposas tuvieron que subir el volumen del televisor porque oían más los llantos de sus esposos en el baño que los de su serie favorita.
Los años pasaron. Con sus navidades y con sus veranos. Con las fiestas locales y nacionales. Con los aumentos de sueldo para unos pocos y con los despidos para unos cuantos. El cambio de horario se mantuvo. La gasolina bajaba y las corridas de toros escaseaban. El pescado azul volvió a ser bueno para el colesterol bueno y la morcilla se mantenía para el malo. Las series televisivas para mujeres casadas abundaban, gracias a que Roberto y su programa de radio enloquecían a los maridos casados. Roberto y su mujer permitieron algún que otro reportaje del corazón. Nada serio. Pero su mujer, al menos, podía comprobar que su edad, mayor que la de la Bellucci, la respetaba. Roberto tuvo que empezar a correr con guardaespaldas ya que muchos maridos se enteraron de su recorrido y de su horario. Le llevaban regalos mientras corría. Ristras de chorizo de la última matanza en el pueblo. Pasteles recién hechos de la pastelería donde habían visto a su mujer comprar el pan. Dejó de jugar al pádel. Todos sus apóstoles sabían a qué hora jugaba, cuándo y dónde. A los pocos meses, empezó a beber y a fumar. Dejó de correr y descubrió que los huevos fritos con chorizo no sólo se podían cenar. Engordó mucho y se le empezó a caer el poco pelo que le quedaba. Su mujer se lió con el guardaespaldas y le abandonó. Sufrió dos infartos casi seguidos.
El último regate. Entre las piernas. Como Napoleón atravesando su querido arco del triunfo, el mismo que Hitler hizo suyo. Cuando la ética pierde su nombre y se transforma en la osadía del traidor. Rebasar a un contrario, mutilándolo. Quitándole de en medio de la manera más ruin. Soliviantándole como el repaso de un cabo a un recluta menor. Despojándole de su dignidad ante las miradas de toda la grada, de todo el estadio, de todo el mundo...”

Roberto no superó su tercer infarto. Se desplomó sobre la mesa del estudio y su cabeza se estrelló contra el micrófono. El operador de cabina había salido y allí no quedaba nadie más. El silencio en las ondas. Muchos maridos ya no le seguían y preferían ver la tele con sus mujeres. Los que sí lo hacían notaron como un dolor en el pecho, muy leve, como un toquecito, nada importante.

miércoles, 7 de septiembre de 2016

Jesús

Cuando nació Jesús hubo un apagón general en toda la ciudad. Los periódicos locales del día siguiente informaban de que ese apagón se debió a una tormenta eléctrica, que raramente ocurría y que muy de vez en cuando pasaba. De hecho, era la primera vez que ocurría raramente en la ciudad, sin de vez y sin cuándo. María y José ya llevaban una temporada sin luz, la tienda de bricolaje había cerrado por quiebra y José no encontraba otro trabajo; leía ofertas de empleo en el periódico con una vela y con su dedo índice para no perderse. Recorría calles y barrios en busca de un cartel de anuncio de empleo. Pensó en vender el coche viejo que le había regalado su padre pero lo guardó para un posible viaje o para una posible casa. Aún tenían la cabaña que él construyó, perdida en el monte. Y aún podía encontrar un trabajo. Tenían aún muchas opciones. Antes de atracar un banco o una gasolinera o un quiosco. Dependiendo de las ganas de afrontar una condena distinta.
Jesús nació con el cordón umbilical rodeándole el cuello y casi se muere. Una enfermera, al intentar cortarlo, a punto estuvo de clavarle las tijeras en el corazón y le dejó una herida, que se convertiría en cicatriz, en el pecho. No lloró. Abrió mucho los ojos, miró alrededor y frunció el ceño. Nació algo enfadado. Parecía tan mayor que daba la sensación de que se hubiera dejado a su hermano pequeño en el vientre de María. Sólo le faltó hablar y pedir el desayuno.
Después de mirar para todas partes, como un gato que se asegura de su entorno, miró a María y sonrió. Ella ya no recordaría nunca cuándo dejó de hacerlo.
A los pocos meses leía los labios de sus padres. También empezó a andar e iba solo al cuarto de baño a hacer pis, con una vela. Un día, cuando Jesús abrió el grifo para beber agua y de allí no salía nada, José le dijo a María que se iban a la cabaña.
María se había acostumbrado a hacer todo lo que decía José. No siempre estaba de acuerdo y él no siempre estaba acertado en sus decisiones, pero la losa, enorme, que soportaba y soportaban, por no saber de dónde venía su hijo, hacía que callara y se sometiera a una especie de esclavitud moderna.
Como todo se sabe o se disimula no saber en un barrio, José arrastraba su supuesta cornamenta por la panadería, la frutería y la pañalería. Subía corriendo hasta su casa y, cuando bajaba, se aseguraba de no escuchar ningún ruido de pisadas. La cabaña le esperaba; y su salud mental se lo agradecería.
Se fueron de noche, debiendo dos meses de alquiler, bajando las escaleras sin zapatos. Jesús hacía como que estornudaba. A María se le escapaba la risa.
En muy poco tiempo, Jesús aprendió a mantener un fuego encendido, a descender en zigzag una colina, a tomar un calor prestado entre sus padres, por la noche, en invierno. Aprendió a no ser visto entre los árboles y a darles patadas para que cayera algún fruto. A encogerse cuando se suponía que hacía frío y a estirarse cuando sentía que hacía calor. A diferenciar las crías de trucha de las truchas comestibles.
Y, sin saberlo, aprendió a enseñar. A ser traductor entre dos pájaros de distinta especie. A un lobo tímido usar, de noche y con la luna alta, el río como espejo antes de declararse a su loba del alma, la que no le dejaba dormir, por las palpitaciones desmesuradas de su corazón. Enseñó a un oso despistado el camino de vuelta a su casa, donde sus hijos oseznos le esperaban con una tarta de cumpleaños desde hacía tres días; y la osa lloraba desconsolada.
Cuando pasó el invierno, José y María dudaban de la vida en el monte. No sabían si quedarse o volver a la civilización. Pasaban hambre en cualquiera de los dos lugares. Aunque también se dieron cuenta de que Jesús no tenía ningún problema. Él pescaba en el río con las manos y comía fruta dando patadas a los árboles. Era feliz, no tenía ni frío ni calor, jugaba solo y nunca se aburría.
Una noche, tres excursionistas perdidos aparecieron por la cabaña. Encontraron a Jesús, José y a María en el, por así decirlo, porche de la caseta; medio adormilados, cerca del fuego. En una noche de principio de primavera, de esas que te dejan pensar en mil cosas a la vez, sin darle importancia a ninguna, donde la calma es total y el clima tu amigo. Jesús fue el primero en verlos pero se hizo el dormido. Los tres fueron muy prudentes; dieron las buenas noches desde unos metros antes de ser visibles a la luz de la hoguera, acercándose despacio pero sin que sus movimientos pudieran parecer sospechosos o que pudieran crear un equívoco. Explicaron su situación y ofrecieron dinero por algo de comer. María les invitó a sentarse y José fue a buscar unas latas de conserva y agua. Comieron y bebieron con el mismo sigilo con el que llegaron. José les ofreció dormir fuera, alrededor del fuego, ya que no tenían sitio dentro, en la casa. Y les dijo que por la mañana les acercaría al pueblo en su coche. Ellos aceptaron encantados y desplegaron sus esterillas y sus sacos, dando mil gracias. La noche era agradable y los grillos hablaban.
Jesús se levantó antes del amanecer. Sin hacer ruido, se acercó a la ventana y miró hacia fuera, apoyando la nariz en el alféizar. Descubrió a los tres excursionistas despiertos, sentados alrededor de lo que quedaba de hoguera, hablando en un idioma que desconocía. Ellos le descubrieron enseguida y se callaron. Jesús no se asustó, miró a sus padres dormidos y salió de la cabaña con cuidado.
      • Vosotros no os habéis perdido ¿Verdad? - fue la primera vez que hablaba Jesús en su vida. Pareciera que lo llevara haciendo desde años, por la seguridad de sus palabras.
Ellos se miraron y le hicieron un gesto para que se acercara y se sentara a su lado. Jesús lo hizo.
Uno de ellos habló.
      • Llevamos buscándote desde hace mucho tiempo.
      • ¿Por qué?
      • ¿No lo sabes?
      • Creo que sé algo, pero no estoy seguro.
      • ¿Qué sabes?
      • Sé que no es la primera vez que estoy en este mundo. Que este cuerpo no es el primero que tengo. Y sé que mis padres no son mis padres, ni los únicos supuestos padres que he tenido.
      • Sabes bastante.
      • Pero, ¿Quién soy?
Los tres excursionistas se volvieron a mirar. El más joven contestó. En el extraño idioma que, esta vez, Jesús comprendió.
      • Eras la esperanza de este mundo. Ahora eres materia perdida que deambula por cuerpos prestados. Ibas a ser el equilibrio, pero todo salió mal. El ser humano no era lo que esperábamos. Ni lo es, ni lo será. No hay nada más que hacer. Tu viaje ha terminado. Cuando mueras aquí, volverás con nosotros.

Jesús no preguntó más. Se levantó y caminó hasta el río. Se metió en él hasta la cintura. Se subió las mangas de su pijama hasta los hombros y sacó dos truchas para sus padres.