viernes, 6 de mayo de 2016

El hombre de abajo

Vive debajo de mí un hombre que ya no pide limosna. Bueno, vivo yo encima de él, aunque él no viva justo debajo, en la calle. Vive allí cuando yo le veo. Hace muchos años que lo conozco, de vista. Siempre en la misma calle, en su oficina. Yo antes no vivía justo encima de él pero, de vez en cuando, nos encontrábamos. Y me pedía. Extendiéndome su mano y mirándome con unos ojos vacíos, tristísimos. Su oficina son unas cuantas baldosas de la acera de su calle; dependiendo de la estación del año se mueve por ellas buscando el sol en invierno y la sombra en verano. Un pequeño toldo de una tienda cercana le protege de la lluvia; y una cabina de lotería le resguarda del viento.
Durante mucho tiempo pedía limosna, pero ahora ya no. Sigue encima de sus baldosas. Pero ya no extiende la mano. Se limita a esperar, y de vez en cuando se le acerca una persona que busca en sus bolsillos, y le extiende la mano con alguna moneda. Él sonríe y hace una pequeña reverencia. Y cuando esa persona se ha ido, sonríe mucho más; una pequeña felicidad casi desconocida para mí; la conocí cuando pedía. Una minúscula alegría que se contagia y que hace que se te empañen las gafas.
Al cabo de un rato, otra persona le extiende la mano. Él, de vez en cuando, sale de la oficina, deja entreabierto y desaparece. Vuelve en unos minutos.                                                                           Una anciana se le acerca y se encorva hacia su bolso, lo abre y busca con las manos. El hombre permanece a su lado casi inmóvil, casi porque juega con el vaivén de sus baldosas, mal ancladas y muy usadas. Y casi sonríe. La anciana sonríe del todo; con una mano le da unas monedas, mientras que con la otra le protege la ganancia. Ahora sonríen los dos. Ella tarda en irse porque tarda en cerrar el bolso, ocuparse de su chaqueta y asegurarse con su andador. Y lentamente se va. Tan contenta como el hombre, que hace que las baldosas se muevan más rápido que nunca.

Aparece un hombre apresurado, despeinado y bien vestido, como Picasso. Se detiene junto a él, busca en sus bolsillos y saca una piruleta. Extiende la mano y se la da. Los dos se ríen. Mucho. Demasiado como para entenderlo si tuvieras que reírte junto a ellos.

domingo, 1 de mayo de 2016

Los hijos de los demás

A todo el mundo le gustan los niños. Es un hecho. Y si no te gustan, te aguantas. Si no tienes hijos es porque eres impotente o estéril, o las dos cosas. Si te da por hablar del mundo y no tienes hijos, es aún peor. Aunque podrías justificarte, basándote en que tener hijos empeora las cosas de ese mundo, del que hablabas, tú. A partir de ese momento, y contando con que no deberías haber bebido ese tercer vino en esa cena a la que nunca deberías haber ido, tu participación en esa conversación ha terminado. Ya no existes. Sólo existes como comodín, como el amigo problemático sensible que nunca llegará a nada, o más bien como el que nunca llegó. Servirás para recibir alguna palmadita en la espalda y para rellenar los vasos vacíos de los que nunca beben. Para que ese nunca beber les anime a soltarse, para que hablen de ese mundo que a ti te parece incorrecto. Para que te expliquen cómo es la vida; la suya, la de su mujer y, por supuesto, la de sus preciosos hijos (esos preciosos hijos que tú tienes que educar).
Mientras les sirves vino, quieres morirte. Y recuerdas todas las maneras posibles que tuviste que inventar o investigar para que esos grandes amigos no acabaran muertos cuando erais adolescentes. Su manera de despreciar. Su prepotencia y su seguridad. Sus borracheras incontroladas. Su derecho de pernada. Tu escalofrío al salvarlo, recogiendo su cabeza de un váter inmerecible. Tu poca ética, mirando hacia otro lado, cuando el lado ético estaba siendo violado. La pregunta inevitable de por qué erais amigos; o peor aún, la de por qué seguíais siendo amigos. Igual uno se acostumbra y ya no le da tiempo a bajarse de ese viaje amistoso que a partir de los veintitantos o treinta años va a toda velocidad.
Y todo eso es mentira. La costumbre te absorbe y te moldea, a imagen y semejanza de cuando dejaste de tener sueños, a la edad que quieras, pero siempre antes de los treinta. Una costumbre voraz que te destruye.
Mientras no estás completamente destruido y tus recuerdos te adoptan, mantienes una cierta lógica de lo que fuiste. De lo que ibas a llegar a ser. De lo que crees que eres pero que ya no lo serás jamás. Y a partir de los treinta te conviertes en el educador provisional, vocacional y profesional, sin ningún tipo de título oficial, de esos maravillosos y preciosos hijos de los demás. Siendo profesor en un colegio, en un instituto, en una academia, en una escuela de karate, sus hijos te considerarán como el maestro y padre que no tienen en casa; hasta que lleguen a ella y lo olviden todo; para que al día siguiente tú vuelvas a empezar, como un abuelo generoso que no reprocha nada a sus nietos, como el amigo sensible al que hay que acariciar, de vez en cuando, cuando las fuerzas de padre flojean. Cuando su madre pierde el brillo de los ojos.
Uno se acostumbra a descorcharles la sinceridad y a rebajársela cuando es demasiada, cuando puede molestar. Puedes encontrar un mundo desconocido en su canica, llena de gente extraña que nunca conocerás; pero, una canica organizada, con su presidente, sus ayudantes, los ayudantes de los ayudantes, los cines, los supermercados, las farmacias, algún banco en la canica de algún niño acumulativo, el colegio y, por supuesto a su lado, un patio enorme donde jugar no tiene fin.
El fin lo escribe el adulto.
El principio es del niño, como lo vuelve a ser de la madre cuando recupera el brillo. Descubrir las cosas, todas las cosas. Respirar y correr, mucho. Dar de mamar y sonreír. Crear recuerdos imborrables. Ser feliz. Creer que todo va a seguir así.
No tener hijos llega a ser un problema. No estás acostumbrado a gritarles ni a hablarles en ese idioma imposible. Cuando te comportas como una persona normal, ¿normal?, delante de ellos y de sus padres, te miran raro, y después se miran, intentando comprender tu actitud. Eres un bicho raro, seguramente insensible y estéril. Seguramente con algún problema mental. No van a considerar que gracias a bichos como tú, sus hijos están aprendiendo a comparar. Incluso puede que lleguen a hablar de una manera normal entre ellos.
Los conejos son mucho más inteligentes porque tienen toda la hierba del mundo. Hasta que aparece toda una familia humana normal llena, llena de odio hacia la vida, y arrasa el campo, con sus tortillas y su plástico, con su ruido compartido, con su aire feudal, con sus ganas de fastidiar, cuando los conejos se miran entre ellos.
Casi todos los lugares del mundo están llenos de niños; las banquetas de los bares que arrastran hacia las máquinas tragaperras, las zonas de silencio de los hospitales, los cruces con poca visibilidad de carreteras, las colas de supermercados, los sofás frente a la televisión de las casas a las doce y media de la noche, las piscinas sin socorrista, los parques de atracciones con tuercas oxidadas, los padres atentos al fútbol o a las piernas de la vecina... Todo parece ser un desafío a la muerte. Del que te tienes que encargar tú y tu terapeuta o psicólogo. Maldita ética aprendida.
Los niños no están sordos (los extranjeros tampoco). Podríamos empezar por aquí. Es cierto que les cuesta entender su futuro idioma, que tardan tiempo en andar (demasiado si nos comparamos con los potros, por ejemplo), que tardan en llevarse la cuchara a la boca (existen numerosos animales que, antes de hablar, han comido por ellos mismos y hasta han construido una especie de despensa). Tardamos tanto tiempo en todo, que cuando nos damos cuenta ya estamos muertos. O casi muertos. Y si no lo estamos, nos encargamos de intoxicar a los recién vivos, para que sigan con la tradición; para que la costumbre no se apague.
Si los niños no están sordos, no creo que haga falta gritarles al oído en un idioma inventado. Y volvemos a lo mismo; nosotros somos los sordos. El respeto se mide en decibelios; el que más grita más respeto tiene y el que calla, otorga. En una guerra sigues al que tiene más voz si es de los tuyos y corres si esa voz es de uno de los otros. ¿Por qué los niños no corren cuando les gritan?. Pues por eso. Porque son prisioneros de guerra. De vez en cuando los sueltan para que se desfoguen un poco, dándote patadas en las espinillas y gritándote en el idioma de su mando de mayor rango de su campo de concentración. Los convierten en acérrimos súbditos entre carcajadas poderosas de general, en linchamiento verbal, en prepotencia paternal, donde el respeto es una palabra que hay que buscar en el diccionario. Mientras los conejos huyen despavoridos, tapándose las orejas con enormes orejeras. Donde el diccionario es otra palabra que hay que buscar en otro sitio, en otro lugar, en otra cosa.
Estos mini-señores proyecto de yonosoyracistaperoquemihijanosecaseconunnegro, no tienen culpa alguna, hasta que la empiezan a tener. Cuando toman el relevo de sus padres y se casan con la que parece la más virgen de todas o el mejor futbolista de todos. Y vuelta a empezar, o a acabar.
Los sinhijos debemos equilibrar el desequilibrio; tenemos más tiempo para los otros, menos preocupaciones, un estado casi zen, paciencia infinita y sonrisa constante. Debemos olvidarnos de nuestras aficiones y anteponer el ruido a nuestra siesta. Sin los sinhijos los accidentes se multiplicarían.
Nos ofrecen, constantemente, perros, gatos, peces, ratas en jaulas, para aliviar nuestra soledad. Ninguna respuesta les parece válida cuando nos preguntan que por qué no queremos tener niños. Y tampoco nosotros sabremos darla. Seremos unos egoístas por no querer compartir la vida. Nos arrepentiremos cuando seamos viejos, tantas cosas perdidas. Seguramente. No tendremos quien nos entierre. Ni nada que dejar. Nos perderíamos su primer papá o su primer mamá. Su primera noche entera llorando. Su primer pañal, su segundo, su tercero... Su primer trago de lejía (como buenos padres, tendríamos los productos de limpieza a su alcance). No podríamos llorar de emoción el día de su primera comunión; ni el de su segunda. No podríamos regalarle todo lo que pidiera por traernos dos aprobados y ocho suspensos. Nos perderíamos su primera borrachera y su segundo lavado de estómago. No estaríamos el día de su primer juicio. Nunca podríamos ir a visitarle a la cárcel. Ni a pedir perdón al vecino porque nuestro hijo le destrozó el coche. Todo serían pérdidas. O igual no todo. Podría tener hijos, gracias a los bis a bis de la prisión donde estuviera, y así mantener el apellido por el mundo. Ya se encargaría alguien de fuera de su educación; de gritarle al oído su nuevo idioma, de darle dos tortazos cuando llegara tarde y otros dos cuando llegara demasiado pronto, de quererle a su manera y de bañarlo los sábados, para que su olor no fuera lo suficientemente inaceptable.
Su nuevo padre sospecharía de cualquier sinhijos de alrededor y, aunque no fuera el que puso la semilla, se encargaría de recoger la cosecha que más le interesara. Siendo el resto, el vacío, o lo precipitadamente llenado, para los demás.
Los hijos de los demás también podrán ser estupendos, por supuesto. Sólo he querido dar la parte negativa de la educación. La educación que esos pobres padres no han tenido, o no han sabido buscar. Las circunstancias, la vida y la enfermedad. El descontrol y, otra vez, la costumbre. La costumbre descontrolada de la procreación. Los tests olvidados a los futuros padres. La educación desde que te mides en la pared.

Pero claro, esto es ficción. Los hijos de los demás seguirán siendo de ellos.