sábado, 7 de febrero de 2015

La boda

Era la boda de su exnovia. Sabía de antemano que no tenía que ir. Pero fue. Lo suyo duró un año y medio, o dos; igual duró menos de un año. Ella no era para él y a él le duraban poco las cosas. Él la quería con locura, suya, pero con locura. No podía pensar si ella no estaba a su lado, no comía si ella no le acompañaba, no se duchaba si ella no le olía (no, perdón, esto se me ha escapado), no contaba las baldosas de camino a casa si ella no le esperaba, y, aunque las contara, perdía el significado, perdía la constancia al saltar las baldosas mal alineadas, perdía el juego y perdía la razón.
Si ella ya no estaba, era porque estaba más en casa de otro, de su futuro marido político, de su nuevo amigo, del hombre que se la había robado, a su amor; su exnovia ya no le imaginaba contando baldosas sin significado o sin razón y, seguramente, se habría odiado por no quererle, alguna vez.
Cómo no iba a ir a su boda. Que hubieran sido novios no era un impedimento, en pleno siglo XXI, era más fuerte la amistad y todas esas tonterías. Si no iba, sería un retrógrado machista celoso, y si iba, solo un celoso liberal libre pensador. Entonces fue. Parecía menos imbécil si iba.
No quería llegar tarde. Tampoco quería llegar demasiado pronto. No sabía cuándo llegar. No se compró un traje nuevo para ver cómo su nuevo amigo le quitaba a su nueva mejor amiga. Pidió prestado uno casi nuevo a un primo suyo que no salía casi nada de casa. Se dejó barba de tres días y optó por no llevar corbata, pero con los zapatos limpios y brillantes, entre Al Pacino y George Clooney. Que se fastidiaran todos. No entraría en la iglesia; desde cuándo su exnovia era creyente, sí, ya, eran cosas que se hacían por el sentido común, por los demás, la familia... esperaría fuera; le daba un aire de seguridad y además estaban en el siglo XXI. No tenía con quien ir. Bueno, sí que tenía. Amigos y amigas. Si aparecía con una amiga, todos sabrían que era mentira, y si aparecía con un amigo... bueno, no sé que parecería. Fue solo. Era lo mejor.
Al final llegó demasiado tarde, no encontró sitio para aparcar y ya estaban todos dentro. Bien, un poco de tensión. Que se fastidiaran algo. Fumó tabaco negro a la puerta de la iglesia; ni muy cerca ni muy lejos; y se pisó un poco, también, los zapatos limpios. Empezó a llover, mejor. El pelo mojado y despeinado, los cuellos de la chaqueta subidos y el cigarrillo en los labios... ni James Deam podría estar a su altura. No paraba de llover y su poco pelo mojado dejaba entrever su aterradora calvicie. Aunque los paraguas fueran para los perdedores, decidió resguardarse. Entró en un bar cercano desde donde podía vigilar la puerta de la iglesia. Se tomó dos vodkas seguidos, porque no podían ser olidos. Pidió un tercero. Seguía lloviendo. Llevaba una hora y media esperando y nadie salía. Empezó a fastidiarse, un poco. Sus zapatos no brillaban ya nada. El cuarto vodka le produjo arcadas.

La gente comenzó a salir de la iglesia; poca gente y casi toda esa gente eran señoras mayores vestidas de negro. Eso no era su boda. No era ninguna boda; era una misa normal y creyente. Tuvo ganas de vomitar y fue al baño. Limpió, sin darse cuenta, la taza del váter con sus pantalones; era un servicio demasiado pequeño como para desenvolverse. Vomitó sin tiempo para concentrarse, sin aviso. Su primo ya no querría ese traje. Y sonó el móvil, con un mensaje, de su exnovia. “Pensaba que vendrías. Igual es mejor así”. El teléfono se le escapó de las manos y acabó en el fondo del retrete. En el fondo de sus miserias, de su seguridad, de su teatro y de su vodka.