Roberto era guapo
hasta sin verle. Era locutor de radio. De esos locutores que vuelven
locos hasta a los hombres porque se imaginan que les habla Harrison
Ford; y que es hasta normal comentarle a tu mujer lo
irresistiblemente guapo que es y lo buena persona que es. Y todo lo
que le de la gana ser.
Trabajaba en la
radio nacional como comentarista deportivo; comentarista de fútbol,
claro; cuando se comentaba otro deporte, él no iba. También tenía
su propio programa por las noches, a diario. Fue futbolista de joven
y a punto estuvo de fichar por un grande de primera división, pero
una lesión le dejó con las ganas. A sus cincuenta años se mantenía
en forma. Corría todas las mañanas, jugaba al pádel, no comía
grasas, no bebía alcohol y no fumaba. Su mujer era físicamente
igual que Mónica Bellucci e intelectualmente igual que una pelota.
Sus oyentes lo querían matar y lo querían, también. Era amor
acabarse los huevos fritos con chorizo a toda prisa, dejar a tu
esposa en el sofá con su serie favorita y zambullirse en su programa
nocturno, lleno de anécdotas de jugadores, de fueras de juego, de
regates imposibles, de marcajes férreos, de lesiones y de goles. Se
podía respirar la cal del césped desde la cama, a través del
transistor.
“En un
intento desesperado por igualar el marcador, Jacintín, el lateral
derecho, miró a Manuel Ángel, el extremo. Le guiñó el ojo
izquierdo con tanta precisión y con tanto entusiasmo, que la pared
entre ambos fue tan veloz que el extremo izquierdo del otro equipo,
Carituni, quedó clavado en el campo, como el mástil de una bandera
en una conquista. Jacintín como una bala y Manuel Ángel detrás de
él, como la pólvora que lo impulsaba, llegaron a la medular. La
mitad del camino hacia el empate estaba hecho. Jacintín se
diagonalizó llevándose a dos oponentes, no sin antes soltar el
balón, mojado, cubierto de barro, a Manuel Ángel, que se desfondó
por la banda vacía, al límite de sus fuerzas, para llegar hasta
casi el final, el final de la tierra, Finisterrae, casi hasta el
banderín del corner... desde allí, levantando la cabeza como un
marinero curtido, envió el esférico hacia el área, el área
pequeño, el área donde debe mandar el cancerbero. Ese cancerbero
que en ese momento perdía la batalla ante Juliño, el delantero
centro, que con un salto feroz y un giro de cuello vertiginoso,
enviaba la pelota al fondo de la red, acariciándola casi,
respetándola incluso. Un gol de cabeza. O mejor, un gol con cabeza.
Dos esféricos, balón y cabeza, entendiéndose a la perfección. El
marcador estaba igualado. La victoria debería esperar. El partido de
vuelta decidiría”.
Muchos
maridos tenían que ir a beber un vaso de agua después de oír esto.
Algunos hasta se mojaban la nuca. Había algunos que cerraban la
puerta del baño y se ponían a hacer flexiones.
Roberto
era un dios, era el rey de las ondas, inmortal, el mejor amigo del
mundo, el mejor novio de una hija, el mejor amante de su mujer, el
mejor abuelo de un nieto o el mejor hijo de un padre. Era el mejor. Y
punto.
Al
día siguiente, los maridos compartían su complicidad con Roberto en
el trabajo. No hacían falta palabras. Porque las palabras ya las
ponía él. Ellos ponían su admiración y su absoluta dependencia
física y moral. Eran su legión. Sus más fieles discípulos. Sus
apóstoles.
“Hoy se rompió Astucio. Oí cómo su menisco se despedía
de él para siempre desde la cabina de comentarista, desde la
tribuna. Lo oímos unos pocos. Los que amamos este deporte. Él
también lo oyó. Y mucho. Sus innumerables lágrimas intentaban
apagar el fuego del dolor, pero ese dolor no era ya físico, era el
dolor del abandono, del nunca más, del nunca volveré a pisar un
campo”.
Esa
noche muchas esposas tuvieron que subir el volumen del televisor
porque oían más los llantos de sus esposos en el baño que los de
su serie favorita.
Los
años pasaron. Con sus navidades y con sus veranos. Con las fiestas
locales y nacionales. Con los aumentos de sueldo para unos pocos y
con los despidos para unos cuantos. El cambio de horario se mantuvo.
La gasolina bajaba y las corridas de toros escaseaban. El pescado
azul volvió a ser bueno para el colesterol bueno y la morcilla se
mantenía para el malo. Las series televisivas para mujeres casadas
abundaban, gracias a que Roberto y su programa de radio enloquecían
a los maridos casados. Roberto y su mujer permitieron algún que otro
reportaje del corazón. Nada serio. Pero su mujer, al menos, podía
comprobar que su edad, mayor que la de la Bellucci, la respetaba.
Roberto tuvo que empezar a correr con guardaespaldas ya que muchos
maridos se enteraron de su recorrido y de su horario. Le llevaban
regalos mientras corría. Ristras de chorizo de la última matanza en
el pueblo. Pasteles recién hechos de la pastelería donde habían
visto a su mujer comprar el pan. Dejó de jugar al pádel. Todos sus
apóstoles sabían a qué hora jugaba, cuándo y dónde. A los pocos
meses, empezó a beber y a fumar. Dejó de correr y descubrió que
los huevos fritos con chorizo no sólo se podían cenar. Engordó
mucho y se le empezó a caer el poco pelo que le quedaba. Su mujer se
lió con el guardaespaldas y le abandonó. Sufrió dos infartos casi
seguidos.
“El último regate. Entre las piernas. Como Napoleón
atravesando su querido arco del triunfo, el mismo que Hitler hizo
suyo. Cuando la ética pierde su nombre y se transforma en la osadía
del traidor. Rebasar a un contrario, mutilándolo. Quitándole de en
medio de la manera más ruin. Soliviantándole como el repaso de un
cabo a un recluta menor. Despojándole de su dignidad ante las
miradas de toda la grada, de todo el estadio, de todo el mundo...”
Roberto
no superó su tercer infarto. Se desplomó sobre la mesa del estudio
y su cabeza se estrelló contra el micrófono. El operador de cabina
había salido y allí no quedaba nadie más. El silencio en las
ondas. Muchos maridos ya no le seguían y preferían ver la tele con
sus mujeres. Los que sí lo hacían notaron como un dolor en el
pecho, muy leve, como un toquecito, nada importante.