domingo, 10 de mayo de 2015

El garaje

Vivo en un garaje. En el coche de un amigo. Desde hace dos semanas. Es un coche ranchera, de esos nuevos, esos coches grandes, altos, los que por la noche te deslumbran por tu espejo retrovisor. Yo ahora no tengo espejo retrovisor, ni coche, ni casa, ni trabajo. El espejo, junto con el coche, lo tiene mi mujer, y la casa, también. El trabajo lo perdí por un ataque de sinceridad que tuve contra mi jefe. Él me felicitó por mi ética y por mi desnudez, pero me echó. Mi mujer me echó por mi falta de ética y, aunque me desnudé, solo tuve la opción de llenar una bolsa con ropa sucia de la cesta de al lado de la lavadora y de coger la tarjeta del banco y el móvil. El cargador me lo tiró por la ventana mientras se despedía de mí para siempre.
La mezcla de orgullo y vergüenza acabaron conmigo en el garaje de Rafael, mi amigo; a pesar de sus constantes recomendaciones para que me alojara, por un tiempo, en su casa, con su mujer, sus dos hijos y con su gato. Le hice prometer que sería nuestro secreto. Que quería pensar, desde el fondo, desde lo más bajo; volver a subir, con nuevos cimientos.
Un mes, le propuse. Encontraría un trabajo y una casa. Encontraría a una mujer y, quizás, a un gato.
El garaje de Rafael es comunitario. Dos plantas bajo tierra. La mía es la más baja. La plaza está situada en un recoveco, un poco aislada, junto a la plaza de otro coche. Algo de intimidad. La luz del local no tiene temporizador; por una parte es genial para hacer cuentas, leer o para no tener miedo, pero por otra parte, a la hora de dormir o intentarlo, resulta un tanto angustiosa. Yo estaba acostumbrado a la seguridad del hogar; a la puerta cerrada de mi casa, a la televisión, a la infusión de después de la cena, a la cena caliente, al aperitivo de antes de cenar, a la calefacción, al control del termostato, al teléfono fijo, al móvil, al móvil de empresa, a ducharme todos los días, a mirar por la ventana el frío de los demás. Estaba, como diría una madre, mal acostumbrado. Una madre republicana me diría que no sabía lo que era pasarlo mal.
Las horas que paso en el garaje son como las que pasa un adolescente esperando una novedad, interminables. La mayoría de edad no acaba de llegar.
Todas las mañanas a las siete y media, Rafael baja a por su coche para ir a trabajar. Yo ya me he afeitado con una de esas maquinillas eléctricas. Nos miramos. A él siempre se le escapa un suspiro. Nos damos los buenos días y me dice que estoy loco. Me desea suerte y se va. Salgo, con mucho cuidado, asegurándome de que ningún vecino me vea. Cambio de bar cada mañana para desayunar; me da vergüenza pasar diez o quince minutos en el baño, que serían más si no me hubiera cortado el pelo como un militar. Leo los periódicos, sobre todo el local; los anuncios de alquiler de pisos y los de trabajo. Entre las ocho y media y las nueve, empiezo a moverme. Nunca había caminado tanto. Voy a la oficina del Inem y recorro barrios enteros buscando carteles. Suelo sentarme, no más de media hora, en un banco del parque más cercano para descansar. Como el menú del día en el bar más barato del barrio en el que me encuentre. Con el café me suelen entrar ganas de llorar pero consigo controlarme hasta que llega la noche y estoy en el garaje. Las tardes las dedico más a buscar piso aunque, de reojo, no pierdo de vista cualquier posible anuncio de empleo. Sin duda es el mejor momento del día; igual porque me relaciono, porque hablo algo con los dueños de las casas que visito.
Rafael regresa sobre las seis. A partir de esa hora mi hogar está preparado para recibirme. Pero yo voy más tarde, cada día más. Estiro el tiempo.
Tengo copias de la llave del portal, del garaje, del coche y de su casa. De su casa porque Rafael y su familia se van los fines de semana a otra casa que tienen en el campo; me obligó a tener esa copia, para subir y poder ducharme, para lo que quisiera. Además se inventó que sería más divertido ir en tren y dejar la ranchera en la ciudad.

Llevo dos semanas viviendo en el garaje. Con tiempo para pensar. Me doy cuenta ahora de que no necesito tiempo para pensar. Nunca lo he hecho. Todo lo he tenido pensado, hecho. No puedo pensar. La angustia es total. He perdido vista. He perdido pelo. No he ganado nada. Creo que Rafael es mi amigo, creo que el único, porque de jóvenes nos peleamos por su mujer y ganó él. Tampoco lo había pensado. Creo que nunca saldré de este garaje.