María se llevó el
niño al río mientras José arreglaba parte del tejado. La lluvia,
el granizo, la nieve y el frío del invierno terrible que acababa de
pasar habían deteriorado su casa y su salud.
Cuando decidieron
olvidarse del progreso, de la civilización y de la rutina de la
ciudad, no contaron con la dureza de una vida sin adelantos
tecnológicos. Sin luz, sin calefacción y sin agua. El río estaba a
treinta metros de la casa. Y llevaba agua, pero sin termostato que la
regulara. Y en invierno era devastadora. Meterse en el río hasta la
cintura sin gritar, porque el niño te estaba mirando, se convertía
en un recuerdo imborrable. Una vez dentro lo que costaba era salir y
secarse con esa toalla mojada acartonada por las continuas heladas. Y
volver a casa, o a la caseta, entumecido, con el frío metiéndose en
el alma.
Jesús nunca tenía
ni frío ni calor. Correteaba por la casa medio desnudo en invierno y
con un traje de superhéroe hecho de lana por María en verano. Y se
reía constantemente. Era muy feliz. Pero a José y a María se les
pegaba poco de esa inmensa felicidad. Ese contacto con la madre
tierra les estaba resultando de lo más aparatoso. Y ninguno de los
dos quería expresar su malestar.
- ¡Menuda mierda de mierda la puta teja de Dios! - dijo José, sabiéndose solo.
María corría
detrás de Jesús con la toalla acartonada y el vaho que exhalaba por
la boca se mezclaba con la niebla, allí, en la ribera del río.
Mientras, el niño se reía, desnudo y empapado, y esquivaba a la
madre con absoluta destreza. A veces, María se detenía, tomaba
aliento, y se reía también. Entonces, Jesús no podía parar de ser
feliz.
Por la noche,
delante de un fuego improvisado fuera de la casa donde el niño
dormía debajo de la parte del tejado arreglado, María y José
habían acabado de cenar y se besaban. Y el calor de la hoguera les
daba sueño. Y se besaban más.
- Ya sé que lo hemos hablado, pero ¿Tú crees que hacemos bien en quedarnos aquí?
- No tengo ni idea. El invierno ha sido duro. Aunque ahora, con el buen tiempo que vendrá, seguro que nos animamos, ¿No crees?
- Tendré que ir al pueblo a buscar trabajo hasta que podamos sembrar.
Al día siguiente,
muy temprano, María fue al río a lavar la única camisa blanca que
tenía José. Después, con las brasas aún calientes del fuego de la
noche anterior, la secó. Y después aseguró dos botones mal
cosidos. Sacó el triángulo de emergencias del coche y la colgó en
un árbol, justo cuando empezaba a amanecer y el sol bostezaba. José
ya estaba en el tejado.
Al medio día, Jesús
nadaba en el río mientras María intentaba pescar truchas con un
palo afilado; aprovechaba su falda, también, como red improvisada.
Cuando se disponía a descansar un poco, con el frío en sus pies y
en sus manos, Jesús sacó del agua dos truchas, una en cada mano, y
las hizo volar hasta su falda. Soltó una carcajada, tomó aire y
desapareció buceando. María se quedó un momento quieta. Tuvo la
intención de llamar al niño. Pero no lo hizo. Sintió la seguridad
de no hacerlo.
José regresaba del
pueblo justo cuando María tenía ensartadas las dos truchas ya
asadas. Allí estaban esperándole, al lado del fuego, ella y Jesús,
tumbado boca arriba jugando con las nubes. Y el cielo haciéndole
caso, transformando esas nubes en la apariencia que la mente del niño
quería; o eso le parecía a María.
- No hay nada para mí. En dos o tres meses, quizás – José resoplaba triste.
- Te quiero. Ya hay algo para ti – María le abrazó y le besó en el cuello.
- Y yo a ti y a ti, pequeñín.
- Jesús pescó las truchas. Con las manos.
José abrió mucho
los ojos mirando a su hijo, panza arriba, dibujando en el cielo con
un dedo.
- Pero si ni siquiera sabe hablar...
- No le hace falta para ser cazador – María rió y Jesús, contagiándose, también.
Después de comer, y
gracias al día casi primaveral que se adelantaba al cambio de
estación, durmieron la siesta al lado de las brasas. María tuvo la
misma pesadilla que se le repitió durante muchos años cuando era
pequeña. Escapaba corriendo de un colegio de monjas donde estaba
interna. Sin nada más que una sábana blanca como vestido. Corría,
al amanecer o al atardecer, por callejuelas viejas y sucias. Con
heridas en los pies y con un olor nauseabundo en la nariz. Y siempre,
en algún momento de su huída, aparecía un hombre alto, enorme,
también sucio, que le quitaba la sábana y le tapaba la boca.
Esa noche, cerca de
allí, en el monte, tres excursionistas se perdían.
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