Cuando nació Jesús
hubo un apagón general en toda la ciudad. Los periódicos locales
del día siguiente informaban de que ese apagón se debió a una
tormenta eléctrica, que raramente ocurría y que muy de vez en
cuando pasaba. De hecho, era la primera vez que ocurría raramente en
la ciudad, sin de vez y sin cuándo. María y José ya llevaban una
temporada sin luz, la tienda de bricolaje había cerrado por quiebra
y José no encontraba otro trabajo; leía ofertas de empleo en el
periódico con una vela y con su dedo índice para no perderse.
Recorría calles y barrios en busca de un cartel de anuncio de
empleo. Pensó en vender el coche viejo que le había regalado su
padre pero lo guardó para un posible viaje o para una posible casa.
Aún tenían la cabaña que él construyó, perdida en el monte. Y
aún podía encontrar un trabajo. Tenían aún muchas opciones. Antes
de atracar un banco o una gasolinera o un quiosco. Dependiendo de las
ganas de afrontar una condena distinta.
Jesús nació con el
cordón umbilical rodeándole el cuello y casi se muere. Una
enfermera, al intentar cortarlo, a punto estuvo de clavarle las
tijeras en el corazón y le dejó una herida, que se convertiría en
cicatriz, en el pecho. No lloró. Abrió mucho los ojos, miró
alrededor y frunció el ceño. Nació algo enfadado. Parecía tan
mayor que daba la sensación de que se hubiera dejado a su hermano
pequeño en el vientre de María. Sólo le faltó hablar y pedir el
desayuno.
Después de mirar
para todas partes, como un gato que se asegura de su entorno, miró a
María y sonrió. Ella ya no recordaría nunca cuándo dejó de
hacerlo.
A los pocos meses
leía los labios de sus padres. También empezó a andar e iba solo
al cuarto de baño a hacer pis, con una vela. Un día, cuando Jesús
abrió el grifo para beber agua y de allí no salía nada, José le
dijo a María que se iban a la cabaña.
María se había
acostumbrado a hacer todo lo que decía José. No siempre estaba de
acuerdo y él no siempre estaba acertado en sus decisiones, pero la
losa, enorme, que soportaba y soportaban, por no saber de dónde
venía su hijo, hacía que callara y se sometiera a una especie de
esclavitud moderna.
Como todo se sabe o
se disimula no saber en un barrio, José arrastraba su supuesta
cornamenta por la panadería, la frutería y la pañalería. Subía
corriendo hasta su casa y, cuando bajaba, se aseguraba de no escuchar
ningún ruido de pisadas. La cabaña le esperaba; y su salud mental
se lo agradecería.
Se fueron de noche,
debiendo dos meses de alquiler, bajando las escaleras sin zapatos.
Jesús hacía como que estornudaba. A María se le escapaba la risa.
En muy poco tiempo,
Jesús aprendió a mantener un fuego encendido, a descender en zigzag
una colina, a tomar un calor prestado entre sus padres, por la noche,
en invierno. Aprendió a no ser visto entre los árboles y a darles
patadas para que cayera algún fruto. A encogerse cuando se suponía
que hacía frío y a estirarse cuando sentía que hacía calor. A
diferenciar las crías de trucha de las truchas comestibles.
Y, sin saberlo,
aprendió a enseñar. A ser traductor entre dos pájaros de distinta
especie. A un lobo tímido usar, de noche y con la luna alta, el río
como espejo antes de declararse a su loba del alma, la que no le
dejaba dormir, por las palpitaciones desmesuradas de su corazón.
Enseñó a un oso despistado el camino de vuelta a su casa, donde sus
hijos oseznos le esperaban con una tarta de cumpleaños desde hacía
tres días; y la osa lloraba desconsolada.
Cuando pasó el
invierno, José y María dudaban de la vida en el monte. No sabían
si quedarse o volver a la civilización. Pasaban hambre en cualquiera
de los dos lugares. Aunque también se dieron cuenta de que Jesús no
tenía ningún problema. Él pescaba en el río con las manos y comía
fruta dando patadas a los árboles. Era feliz, no tenía ni frío ni
calor, jugaba solo y nunca se aburría.
Una noche, tres
excursionistas perdidos aparecieron por la cabaña. Encontraron a
Jesús, José y a María en el, por así decirlo, porche de la
caseta; medio adormilados, cerca del fuego. En una noche de principio
de primavera, de esas que te dejan pensar en mil cosas a la vez, sin
darle importancia a ninguna, donde la calma es total y el clima tu
amigo. Jesús fue el primero en verlos pero se hizo el dormido. Los
tres fueron muy prudentes; dieron las buenas noches desde unos metros
antes de ser visibles a la luz de la hoguera, acercándose despacio
pero sin que sus movimientos pudieran parecer sospechosos o que
pudieran crear un equívoco. Explicaron su situación y ofrecieron
dinero por algo de comer. María les invitó a sentarse y José fue a
buscar unas latas de conserva y agua. Comieron y bebieron con el
mismo sigilo con el que llegaron. José les ofreció dormir fuera,
alrededor del fuego, ya que no tenían sitio dentro, en la casa. Y
les dijo que por la mañana les acercaría al pueblo en su coche.
Ellos aceptaron encantados y desplegaron sus esterillas y sus sacos,
dando mil gracias. La noche era agradable y los grillos hablaban.
Jesús se levantó
antes del amanecer. Sin hacer ruido, se acercó a la ventana y miró
hacia fuera, apoyando la nariz en el alféizar. Descubrió a los tres
excursionistas despiertos, sentados alrededor de lo que quedaba de
hoguera, hablando en un idioma que desconocía. Ellos le descubrieron
enseguida y se callaron. Jesús no se asustó, miró a sus padres
dormidos y salió de la cabaña con cuidado.
Ellos se miraron y
le hicieron un gesto para que se acercara y se sentara a su lado.
Jesús lo hizo.
Uno de ellos habló.
Llevamos
buscándote desde hace mucho tiempo.
¿Por qué?
¿No lo
sabes?
Creo que sé
algo, pero no estoy seguro.
¿Qué sabes?
Sé que no es
la primera vez que estoy en este mundo. Que este cuerpo no es el
primero que tengo. Y sé que mis padres no son mis padres, ni los
únicos supuestos padres que he tenido.
Sabes
bastante.
Pero, ¿Quién
soy?
Los tres
excursionistas se volvieron a mirar. El más joven contestó. En el
extraño idioma que, esta vez, Jesús comprendió.
Eras la
esperanza de este mundo. Ahora eres materia perdida que deambula
por cuerpos prestados. Ibas a ser el equilibrio, pero todo salió
mal. El ser humano no era lo que esperábamos. Ni lo es, ni lo
será. No hay nada más que hacer. Tu viaje ha terminado. Cuando
mueras aquí, volverás con nosotros.
Jesús no preguntó
más. Se levantó y caminó hasta el río. Se metió en él hasta la
cintura. Se subió las mangas de su pijama hasta los hombros y sacó
dos truchas para sus padres.