La primera vez que la vi tuve que bajar la cabeza; y la segunda, y la tercera. No estaba acostumbrado a que me miraran a los ojos; igual un besugo o una vaca te miran más a los ojos, pero se pierden al intentar buscarte.
Conozco a muchos besugos. Y a alguna vaca.
Cuando conseguí controlar mi ansiedad y pude mantener su mirada, me di cuenta de lo mucho que podría aprender de ella, y de lo mucho que podría construir para ella y para mí. Y de lo poco que yo sabía; pero también del enorme espacio que tenía en mi cabeza, y que por fin podría rellenar.
Descubrí que mantenía tonterías que me creía.
Descubrí la luz y empecé a hacer fotos. Redescubrí las palabras y continué escribiendo. Castigué a mis fantasmas, aunque les dejara un pequeño rincón para asustarme de vez en cuando.
Entendí mejor a las personas. Entendí mejor a mi madre. Comprendí a mi padre, aunque estuviera muerto, por ahora.
Empecé a cambiar, incluso sabiendo que era imposible según ciertos estudios de besugos eruditos que usan gafas de sol porque, en el fondo, saben que nunca te encontrarán la mirada.
Y cambié. Y sigo cambiando. Y es genial.
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