La primera vez que la vi tuve que bajar la cabeza; y la segunda, y la tercera. No estaba acostumbrado a que me miraran a los ojos; igual un besugo o una vaca te miran más a los ojos, pero se pierden al intentar buscarte.
Conozco a muchos besugos. Y a alguna vaca.
Cuando conseguí controlar mi ansiedad y pude mantener su mirada, me di cuenta de lo mucho que podría aprender de ella, y de lo mucho que podría construir para ella y para mí. Y de lo poco que yo sabía; pero también del enorme espacio que tenía en mi cabeza, y que por fin podría rellenar.
Descubrí que mantenía tonterías que me creía.
Descubrí la luz y empecé a hacer fotos. Redescubrí las palabras y continué escribiendo. Castigué a mis fantasmas, aunque les dejara un pequeño rincón para asustarme de vez en cuando.
Entendí mejor a las personas. Entendí mejor a mi madre. Comprendí a mi padre, aunque estuviera muerto, por ahora.
Empecé a cambiar, incluso sabiendo que era imposible según ciertos estudios de besugos eruditos que usan gafas de sol porque, en el fondo, saben que nunca te encontrarán la mirada.
Y cambié. Y sigo cambiando. Y es genial.
viernes, 24 de agosto de 2018
martes, 11 de julio de 2017
el estanquero
Llevo
más de treinta años matando a gente. Y mi mujer, y mis dos hijos. Y contando a
los que mataron mis padres cuando heredé el estanco, tranquilamente pasen de
los mil, o más; es un estanco grande y bien situado. Hay un colegio al lado,
unos cuantos bares, una pescadería, una carnicería, una tienda de alimentación,
un quiosco… y, curiosamente, una farmacia enfrente, cruzando la acera, que es
de mi cuñado.
Uno
no acaba nunca de darse cuenta de que es un asesino. Sólo cuando echas en falta
a fulano o a mengano y después de un tiempo descubres que ha muerto. Y
recuerdas cuando le aconsejabas que visitara la farmacia de enfrente para que
le dieran algo por esa tos tan cogida que tenía, que no se le iba, ni a tiros,
ni en verano, ni nunca… luego, se te olvidaba, hasta que desaparecía otro
cliente.
Pero
siempre hay nuevos clientes. Y el colegio de al lado es una buena cantera.
Mis
hijos ya no trabajan aquí; el mayor acabó Medicina y el pequeño está terminando
Derecho. Sólo cuando vienen de visita nos echan una mano para seguir matando.
Al mayor, al médico, le hace mucha gracia ayudarnos a vender tabaco y, como es
muy gracioso, siempre le suelta algún chiste a algún cliente sobre la salud.
Todos se mueren de la risa. El pequeño, el de Derecho, es más soso y no se ríe
casi nunca, y habla de los derechos de la gente, y nos aburre; no creo que se
case nunca, es como hablarle a la pared. Y encima fuma; el único de nosotros
cuatro. Debe de ser tonto. No sé de dónde habrá sacado esa estúpida idea de
matarse poco a poco, con lo que ha visto, con la educación que ha tenido.
Me
jubilaré antes de tiempo. He ahorrado bastante, por mi cuenta, sin contar con
lo que me quedará de pensión. Ya no se fuma lo que se fumaba, y nos fríen a
impuestos. Tuve que vender el chalet que teníamos en las afueras, en el campo;
y alquilar, en invierno, nuestro piso de Mojácar. Pero vamos tirando. Eso sí,
en cuanto traspasemos el estanco, vamos a vivir la vida como nos merecemos, la
vida de los demás.
domingo, 23 de octubre de 2016
El moroso
Cuando llegó a su casa
abrió y cerró la puerta con suavidad. Bordeó el pasillo pegado a la pared para
evitar que el suelo de madera crujiera, dando un pequeño salto hacia la cocina,
sorteando una de las tablas sueltas que tenía contadas. En la cocina abrió el
frigorífico e hizo recuento antes de intentar cenar. Hasta dentro de tres días
no cobraría las clases de inglés del único alumno que le quedaba. Estaba
empezando a olvidar el idioma. Y no tenía amigos ingleses con quien practicar. Los diccionarios los había vendido mal a una
tienda de compra venta, de las que te compran un libro por algo parecido a un
puñetazo y te lo venden por tres veces lo que te costó.
Debajo vivía la dueña
del piso; una señora muy mayor y muy amable. Ahora, había dejado de ser tan
amable, por lo menos con él, y con razón, los meses sin pagar el alquiler se
acumulaban peligrosamente, y las excusas se habían agotado, como la comida del
frigorífico, que parecía una cueva por el eco que producía, al abrir la puerta
con esperanza y, sobre todo, al cerrarla con desesperación; como esperando el
milagro de un dios en el que no creía.
Dentro, dos salchichas
en un paquete y un bote abierto de tomate con moho. Y en la despensa, una
botella de aceite de girasol boca abajo y algo de arroz; granos que podías
contar en diez segundos.
Hacía tiempo que no
cruzaba la ciudad de punta a punta para llegar al supermercado más barato. Y
recordaba estos viajes con emoción. Cuando lo poco es demasiado.
Se había acostumbrado
a ducharse con agua fría, cuando sabía que la dueña había salido, para que no
oyera el ruido de la madera, mientras corría por el pasillo para secarse y
entrar en calor. Algunos días, incluso, le parecía divertido y se reía. Otros,
corría más despacio.
Su único alumno no
volvió y decidió robar. El hambre hace que la gente cambie la manera de ser y
de pensar. Tampoco era un santo; pero nadie lo era. El primer atraco lo daría
en un quiosco y se llevaría dos o tres bolsas de gusanitos, de los que se ponen
cerca de la puerta, los que nadie quiere y ya están caducados. Mientras
preparaba el golpe por la noche, tendido en la cama, pensó que no había mucho
que preparar, que con sólo despistar un poco al dueño o esperar a que dentro
del quiosco hubieran tres niños, podría llevarse las bolsas de la entrada sin
problema. Tanto pensar en gusanitos le dio hambre y se comió las dos salchichas
del frigorífico, sin freír; también se le había acabado el gas. Y tiró la lata
de tomate con moho a la basura. A partir de mañana su hambre cambiaría.
Dos horas antes de que
el quiosco abriera, él ya estaba despierto y dando vueltas por la casa,
esquivando maderas con ruido. Había dormido unas horas gracias a la cena
improvisada. Se tomaría una café en algún bar repleto, aprovechando el día del
mercado en la ciudad, y aprovecharía no pagar, colándose entre los vendedores
de frutas y verduras. Casi siempre se llevaba una naranja y un tomate.
Se dio cuenta de la
estupidez del robo de tres bolsas de gusanitos de camino al quiosco. El hambre
le estaba engañando. Si podía comerse una zanahoria cruda gratis en el mercado,
qué hacía robando bolsas de harina requemada con sal... pero era un reto, igual
que el reto del mercado, cuando lo fue y se lo tomó en serio. Y ahora iba a ser
mucho más fácil. Se podía acostumbrar a robar distinto tipo de comida en
distinto lugar. No podía caer en la tentación de un supermercado. Nunca saldría
bien. Tenía que ir poco a poco. Y pasear es bueno para la salud.
El quiosco estaba
abierto y dentro no había nadie. Después de haber menospreciado a los gusanitos
y sabiendo que iba a cambiar su modo de ladrón recién comenzado, ni siquiera
esperó a ver si algún niño estaba dentro del quiosco; se dirigió a él, cogió
los gusanitos y se fue. Nadie lo vio. Y el dueño tampoco. Tuvo la intención de
volver y llevarse todas las bolsas de patatas, chetos y demás porquerías. Pero
aún tenía miedo. Y no lo hizo.
De vuelta a su casa,
pasó por el mercado donde los vendedores ya estaban recogiendo sus cosas. El
dueño del bar donde se había tomado el café que no pagó, salió a su encuentro.
Él, asustado, le tiró las bolsas de gusanitos a la cara y echó a correr.
También se le cayeron la naranja y el tomate de los bolsillos algo pequeños de
su chaquetón. A los cinco minutos paró en una calleja y vomitó. Los gusanitos
de una de las bolsas que sí había comido y las salchichas del día anterior. Y
se puso a llorar. Y paró porque tuvo que volver a vomitar. Nada, esta vez. O
aire, más bien.
domingo, 11 de septiembre de 2016
el locutor
Roberto era guapo
hasta sin verle. Era locutor de radio. De esos locutores que vuelven
locos hasta a los hombres porque se imaginan que les habla Harrison
Ford; y que es hasta normal comentarle a tu mujer lo
irresistiblemente guapo que es y lo buena persona que es. Y todo lo
que le de la gana ser.
Trabajaba en la
radio nacional como comentarista deportivo; comentarista de fútbol,
claro; cuando se comentaba otro deporte, él no iba. También tenía
su propio programa por las noches, a diario. Fue futbolista de joven
y a punto estuvo de fichar por un grande de primera división, pero
una lesión le dejó con las ganas. A sus cincuenta años se mantenía
en forma. Corría todas las mañanas, jugaba al pádel, no comía
grasas, no bebía alcohol y no fumaba. Su mujer era físicamente
igual que Mónica Bellucci e intelectualmente igual que una pelota.
Sus oyentes lo querían matar y lo querían, también. Era amor
acabarse los huevos fritos con chorizo a toda prisa, dejar a tu
esposa en el sofá con su serie favorita y zambullirse en su programa
nocturno, lleno de anécdotas de jugadores, de fueras de juego, de
regates imposibles, de marcajes férreos, de lesiones y de goles. Se
podía respirar la cal del césped desde la cama, a través del
transistor.
“En un
intento desesperado por igualar el marcador, Jacintín, el lateral
derecho, miró a Manuel Ángel, el extremo. Le guiñó el ojo
izquierdo con tanta precisión y con tanto entusiasmo, que la pared
entre ambos fue tan veloz que el extremo izquierdo del otro equipo,
Carituni, quedó clavado en el campo, como el mástil de una bandera
en una conquista. Jacintín como una bala y Manuel Ángel detrás de
él, como la pólvora que lo impulsaba, llegaron a la medular. La
mitad del camino hacia el empate estaba hecho. Jacintín se
diagonalizó llevándose a dos oponentes, no sin antes soltar el
balón, mojado, cubierto de barro, a Manuel Ángel, que se desfondó
por la banda vacía, al límite de sus fuerzas, para llegar hasta
casi el final, el final de la tierra, Finisterrae, casi hasta el
banderín del corner... desde allí, levantando la cabeza como un
marinero curtido, envió el esférico hacia el área, el área
pequeño, el área donde debe mandar el cancerbero. Ese cancerbero
que en ese momento perdía la batalla ante Juliño, el delantero
centro, que con un salto feroz y un giro de cuello vertiginoso,
enviaba la pelota al fondo de la red, acariciándola casi,
respetándola incluso. Un gol de cabeza. O mejor, un gol con cabeza.
Dos esféricos, balón y cabeza, entendiéndose a la perfección. El
marcador estaba igualado. La victoria debería esperar. El partido de
vuelta decidiría”.
Muchos
maridos tenían que ir a beber un vaso de agua después de oír esto.
Algunos hasta se mojaban la nuca. Había algunos que cerraban la
puerta del baño y se ponían a hacer flexiones.
Roberto
era un dios, era el rey de las ondas, inmortal, el mejor amigo del
mundo, el mejor novio de una hija, el mejor amante de su mujer, el
mejor abuelo de un nieto o el mejor hijo de un padre. Era el mejor. Y
punto.
Al
día siguiente, los maridos compartían su complicidad con Roberto en
el trabajo. No hacían falta palabras. Porque las palabras ya las
ponía él. Ellos ponían su admiración y su absoluta dependencia
física y moral. Eran su legión. Sus más fieles discípulos. Sus
apóstoles.
“Hoy se rompió Astucio. Oí cómo su menisco se despedía
de él para siempre desde la cabina de comentarista, desde la
tribuna. Lo oímos unos pocos. Los que amamos este deporte. Él
también lo oyó. Y mucho. Sus innumerables lágrimas intentaban
apagar el fuego del dolor, pero ese dolor no era ya físico, era el
dolor del abandono, del nunca más, del nunca volveré a pisar un
campo”.
Esa
noche muchas esposas tuvieron que subir el volumen del televisor
porque oían más los llantos de sus esposos en el baño que los de
su serie favorita.
Los
años pasaron. Con sus navidades y con sus veranos. Con las fiestas
locales y nacionales. Con los aumentos de sueldo para unos pocos y
con los despidos para unos cuantos. El cambio de horario se mantuvo.
La gasolina bajaba y las corridas de toros escaseaban. El pescado
azul volvió a ser bueno para el colesterol bueno y la morcilla se
mantenía para el malo. Las series televisivas para mujeres casadas
abundaban, gracias a que Roberto y su programa de radio enloquecían
a los maridos casados. Roberto y su mujer permitieron algún que otro
reportaje del corazón. Nada serio. Pero su mujer, al menos, podía
comprobar que su edad, mayor que la de la Bellucci, la respetaba.
Roberto tuvo que empezar a correr con guardaespaldas ya que muchos
maridos se enteraron de su recorrido y de su horario. Le llevaban
regalos mientras corría. Ristras de chorizo de la última matanza en
el pueblo. Pasteles recién hechos de la pastelería donde habían
visto a su mujer comprar el pan. Dejó de jugar al pádel. Todos sus
apóstoles sabían a qué hora jugaba, cuándo y dónde. A los pocos
meses, empezó a beber y a fumar. Dejó de correr y descubrió que
los huevos fritos con chorizo no sólo se podían cenar. Engordó
mucho y se le empezó a caer el poco pelo que le quedaba. Su mujer se
lió con el guardaespaldas y le abandonó. Sufrió dos infartos casi
seguidos.
“El último regate. Entre las piernas. Como Napoleón
atravesando su querido arco del triunfo, el mismo que Hitler hizo
suyo. Cuando la ética pierde su nombre y se transforma en la osadía
del traidor. Rebasar a un contrario, mutilándolo. Quitándole de en
medio de la manera más ruin. Soliviantándole como el repaso de un
cabo a un recluta menor. Despojándole de su dignidad ante las
miradas de toda la grada, de todo el estadio, de todo el mundo...”
Roberto
no superó su tercer infarto. Se desplomó sobre la mesa del estudio
y su cabeza se estrelló contra el micrófono. El operador de cabina
había salido y allí no quedaba nadie más. El silencio en las
ondas. Muchos maridos ya no le seguían y preferían ver la tele con
sus mujeres. Los que sí lo hacían notaron como un dolor en el
pecho, muy leve, como un toquecito, nada importante.
miércoles, 7 de septiembre de 2016
Jesús
Cuando nació Jesús
hubo un apagón general en toda la ciudad. Los periódicos locales
del día siguiente informaban de que ese apagón se debió a una
tormenta eléctrica, que raramente ocurría y que muy de vez en
cuando pasaba. De hecho, era la primera vez que ocurría raramente en
la ciudad, sin de vez y sin cuándo. María y José ya llevaban una
temporada sin luz, la tienda de bricolaje había cerrado por quiebra
y José no encontraba otro trabajo; leía ofertas de empleo en el
periódico con una vela y con su dedo índice para no perderse.
Recorría calles y barrios en busca de un cartel de anuncio de
empleo. Pensó en vender el coche viejo que le había regalado su
padre pero lo guardó para un posible viaje o para una posible casa.
Aún tenían la cabaña que él construyó, perdida en el monte. Y
aún podía encontrar un trabajo. Tenían aún muchas opciones. Antes
de atracar un banco o una gasolinera o un quiosco. Dependiendo de las
ganas de afrontar una condena distinta.
Jesús nació con el
cordón umbilical rodeándole el cuello y casi se muere. Una
enfermera, al intentar cortarlo, a punto estuvo de clavarle las
tijeras en el corazón y le dejó una herida, que se convertiría en
cicatriz, en el pecho. No lloró. Abrió mucho los ojos, miró
alrededor y frunció el ceño. Nació algo enfadado. Parecía tan
mayor que daba la sensación de que se hubiera dejado a su hermano
pequeño en el vientre de María. Sólo le faltó hablar y pedir el
desayuno.
Después de mirar
para todas partes, como un gato que se asegura de su entorno, miró a
María y sonrió. Ella ya no recordaría nunca cuándo dejó de
hacerlo.
A los pocos meses
leía los labios de sus padres. También empezó a andar e iba solo
al cuarto de baño a hacer pis, con una vela. Un día, cuando Jesús
abrió el grifo para beber agua y de allí no salía nada, José le
dijo a María que se iban a la cabaña.
María se había
acostumbrado a hacer todo lo que decía José. No siempre estaba de
acuerdo y él no siempre estaba acertado en sus decisiones, pero la
losa, enorme, que soportaba y soportaban, por no saber de dónde
venía su hijo, hacía que callara y se sometiera a una especie de
esclavitud moderna.
Como todo se sabe o
se disimula no saber en un barrio, José arrastraba su supuesta
cornamenta por la panadería, la frutería y la pañalería. Subía
corriendo hasta su casa y, cuando bajaba, se aseguraba de no escuchar
ningún ruido de pisadas. La cabaña le esperaba; y su salud mental
se lo agradecería.
Se fueron de noche,
debiendo dos meses de alquiler, bajando las escaleras sin zapatos.
Jesús hacía como que estornudaba. A María se le escapaba la risa.
En muy poco tiempo,
Jesús aprendió a mantener un fuego encendido, a descender en zigzag
una colina, a tomar un calor prestado entre sus padres, por la noche,
en invierno. Aprendió a no ser visto entre los árboles y a darles
patadas para que cayera algún fruto. A encogerse cuando se suponía
que hacía frío y a estirarse cuando sentía que hacía calor. A
diferenciar las crías de trucha de las truchas comestibles.
Y, sin saberlo,
aprendió a enseñar. A ser traductor entre dos pájaros de distinta
especie. A un lobo tímido usar, de noche y con la luna alta, el río
como espejo antes de declararse a su loba del alma, la que no le
dejaba dormir, por las palpitaciones desmesuradas de su corazón.
Enseñó a un oso despistado el camino de vuelta a su casa, donde sus
hijos oseznos le esperaban con una tarta de cumpleaños desde hacía
tres días; y la osa lloraba desconsolada.
Cuando pasó el
invierno, José y María dudaban de la vida en el monte. No sabían
si quedarse o volver a la civilización. Pasaban hambre en cualquiera
de los dos lugares. Aunque también se dieron cuenta de que Jesús no
tenía ningún problema. Él pescaba en el río con las manos y comía
fruta dando patadas a los árboles. Era feliz, no tenía ni frío ni
calor, jugaba solo y nunca se aburría.
Una noche, tres
excursionistas perdidos aparecieron por la cabaña. Encontraron a
Jesús, José y a María en el, por así decirlo, porche de la
caseta; medio adormilados, cerca del fuego. En una noche de principio
de primavera, de esas que te dejan pensar en mil cosas a la vez, sin
darle importancia a ninguna, donde la calma es total y el clima tu
amigo. Jesús fue el primero en verlos pero se hizo el dormido. Los
tres fueron muy prudentes; dieron las buenas noches desde unos metros
antes de ser visibles a la luz de la hoguera, acercándose despacio
pero sin que sus movimientos pudieran parecer sospechosos o que
pudieran crear un equívoco. Explicaron su situación y ofrecieron
dinero por algo de comer. María les invitó a sentarse y José fue a
buscar unas latas de conserva y agua. Comieron y bebieron con el
mismo sigilo con el que llegaron. José les ofreció dormir fuera,
alrededor del fuego, ya que no tenían sitio dentro, en la casa. Y
les dijo que por la mañana les acercaría al pueblo en su coche.
Ellos aceptaron encantados y desplegaron sus esterillas y sus sacos,
dando mil gracias. La noche era agradable y los grillos hablaban.
Jesús se levantó
antes del amanecer. Sin hacer ruido, se acercó a la ventana y miró
hacia fuera, apoyando la nariz en el alféizar. Descubrió a los tres
excursionistas despiertos, sentados alrededor de lo que quedaba de
hoguera, hablando en un idioma que desconocía. Ellos le descubrieron
enseguida y se callaron. Jesús no se asustó, miró a sus padres
dormidos y salió de la cabaña con cuidado.
- Vosotros no os habéis perdido ¿Verdad? - fue la primera vez que hablaba Jesús en su vida. Pareciera que lo llevara haciendo desde años, por la seguridad de sus palabras.
Ellos se miraron y
le hicieron un gesto para que se acercara y se sentara a su lado.
Jesús lo hizo.
Uno de ellos habló.
- Llevamos buscándote desde hace mucho tiempo.
- ¿Por qué?
- ¿No lo sabes?
- Creo que sé algo, pero no estoy seguro.
- ¿Qué sabes?
- Sé que no es la primera vez que estoy en este mundo. Que este cuerpo no es el primero que tengo. Y sé que mis padres no son mis padres, ni los únicos supuestos padres que he tenido.
- Sabes bastante.
- Pero, ¿Quién soy?
Los tres
excursionistas se volvieron a mirar. El más joven contestó. En el
extraño idioma que, esta vez, Jesús comprendió.
- Eras la esperanza de este mundo. Ahora eres materia perdida que deambula por cuerpos prestados. Ibas a ser el equilibrio, pero todo salió mal. El ser humano no era lo que esperábamos. Ni lo es, ni lo será. No hay nada más que hacer. Tu viaje ha terminado. Cuando mueras aquí, volverás con nosotros.
Jesús no preguntó
más. Se levantó y caminó hasta el río. Se metió en él hasta la
cintura. Se subió las mangas de su pijama hasta los hombros y sacó
dos truchas para sus padres.
domingo, 21 de agosto de 2016
José
José entró en la
cárcel acusado de violación. Por violar a una chica que conocía
desde los quince años, cuando ambos estudiaban carpintería. A la
que no volvió a ver más cuando terminó Formación Profesional. De
la que no sabía ni su nombre ni su color de pelo. Sí recordaba sus
ojos cuando la policía lo interrogó. Nada más. Pero su dependencia
de la heroína y la acusación de ella le hicieron el mejor candidato
para prisión. El único, más bien. También le ayudaron su
depresión, su silencio y sus ganas de suicidarse. Cuando entró en
la cárcel parecía un muerto. Ni siquiera los presos le molestaron.
Uno sí lo intentó pero no logró acercarse a más de un metro; algo
de José lo detenía, y no era su mirada, que no existía.
María volvió a
tener la misma pesadilla. Pero esta vez el hombre que le quitaba la
sábana y le tapaba la boca, la empezaba a manosear y acababa
violándola. Y todo duraba hasta el final, en ese sueño. María
podía saborear el hedor que desprendía la boca de ese hombre cerca
de su cuello, cerca de la medalla de oro de su primera comunión, con
la cara del niño Jesús. Sólo despertaba cuando el hombre había
terminado. A la cuarta pesadilla apareció en comisaría y dijo que
no había sido violada. Y quiso poder pedir perdón a la persona a la
que había querido condenar. Y lo hizo. Le esperó a la salida de la
prisión, como en las películas. Y no le pudo decir nada. Se quedó
mirando sus ojos y su principio de sonrisa; lo reconoció al
instante, de su adolescencia, el chico tímido que no levantaba la
cabeza. Y se enamoró locamente de él y él, levantando el muro
invisible que lo separaba de la vida, de ella.
María estaba pendiente de juicio por su falta de
moral, pero José lo arregló todo no presentando cargos. Encontró
un trabajo en una tienda de bricolaje y un piso de alquiler barato
para los dos y para el niño que esperaba ella. Para ese niño que no
tenía padre y que nadie sabía de dónde venía. Y que José lo
adoptó como si fuera suyo.
Ahora la única
heroína de su vida era María, que le había salvado la vida.
Comenzó a construir
una especie de cabaña en el monte, sobre un pequeño terreno que
había heredado de sus abuelos, que sus padres nunca quisieron,
aprovechando la primavera, los fines de semana y el descanso en la
tienda de bricolaje. Queriendo tener un posible refugio para los tres
por si el trabajo y el dinero se iban. Una especie de arca por si se
extinguían.
jueves, 18 de agosto de 2016
Casi Nicolás
Nicolás era un niño
que no existía, o al menos en parte. Murió al nacer. Pero por
alguna extraña manía del universo, o de la vida, o de la muerte, no
murió del todo. Sus padres lo lloraron. Y su hermanita mayor Clara.
Sus tíos, menos. Algunos buenos amigos de sus padres lo lloraron más
de la cuenta o de lo normal. Mientras, Nicolás iba viviendo entre
lágrimas.
No comía, ni bebía,
ni dormía; a veces descansaba. Igual porque veía que los demás lo
hacían; pero él nunca estaba cansado. Nadie lo podía ver, ni
tocar. Nadie sabía que no estaba muerto del todo. Hasta que no fue
más mayor, no supo que era un fantasma o un espíritu. Con el tiempo
supo la edad que hubiera vivido por la fecha de su muerte inscrita en
su lápida, en el cementerio, donde cada año iban sus padres y su
hermana Clara a dejarle flores.
Los primeros años
fueron muy difíciles. No entendía absolutamente nada de lo que
pasaba a su alrededor. No conocía el idioma de la gente, las formas,
los gestos, nada. De haber estado vivo se hubiera muerto de hambre. Y
de pena, porque estaba solo.
Con el tiempo fue
aprendiendo. Mucho. Podía estar en el lugar del mundo que le
apeteciera y aprendió a controlarlo. Gracias a un libro de geografía
de Clara, supo cómo viajar por ese mundo. Y conocer sus lenguas y
sus gestos y sus formas. Sólo con imaginarlo, se desplazaba por la
Tierra, en un instante, como el chasquido de un suspiro. Muchas veces
se equivocaba de país, o se metía de lleno en una guerra o en un
amor.
Le gustaba mucho
descansar en la alfombra, a los pies de la cama de su hermanita. Y le
gustaba cuidar de ella, aunque no pudiera hacerlo. Le gustaba pensar
que sí podía. Consiguió, con mucho esfuerzo, su primer milagro
como fantasma; colocó, pensando, las zapatillas de Clara debajo de
su cama, perfectamente alineadas y perpendicularmente perfectas,
esperando al aterrizaje perfecto de sus pies, cuando se levantara,
sin controladores aéreos ni normas. Sólo con pensarlo. Era la
primera vez en su muerte que hacía algo físico, o lógico para los
vivos. Aunque no fuera él, físicamente, el que lo moviera. Esa
noche, en la alfombra de su hermanita, no pudo descansar.
En sus viajes no
físicos abusaba de Israel, de Egipto, de Turquía... no sabía
porqué, pero siempre acababa por Oriente. Y no era por la falta de
práctica a la hora de concentrarse en un viaje; antes de
concentrarse en ese viaje, ya había visualizado Jerusalén, por
ejemplo. Pensaba en Los Ángeles de California y aparecía en Beirut.
Pensaba en el pueblo de su padre, en Castellón, y conocía el verano
en el Sáhara. Sabía que había visualizado Nazaret, pensaba en
Viena, y ya estaba en Israel otra vez.
Después de tantos
viajes, decidió quedarse una temporada con Clara y sus padres. Pasó
muchas horas con ella en el colegio. Le empezó a gustar más las
clase de geografía que sus viajes alocados. Las clases de inglés y
de francés. Le interesó mucho todo lo que tuviera que ver con algo
manual; dibujo, tecnología, madera, cerámica, plastilina... pero
sus manos no podían tocar nada, no existían, como él. Sí que
alguna vez, esforzándose, como cuando movió las zapatillas de
Clara, produjo pequeñas obras de arte: un trazo en un papel, algo
parecido a un señor con un poco de barro o un agujero en una tabla
de madera. Su falta de vida no le proporcionaba, por lo menos,
frustración. Y él seguía intentándolo, sin desasosiego, sin
alegría, sin llanto y sin pasión. Pero con tiempo, que era algo,
que al parecer, le iba a sobrar el resto de su muerte.
Sus padres y su
hermana iban cumpliendo años. Sus padres envejeciendo y su hermana
rejuveneciendo, como una planta o como un árbol en su plenitud.
Cuanto más crecía ella, más mermaban ellos. Eso también lo leyó
en los libros, de ciencia, cuando Clara pasaba las hojas y él
dependía, memorizando todo lo que podía de esas páginas, de su
ritmo y de sus manos.
Quiso saber cómo
era él. Si tenía un cuerpo, aunque fuera invisible. Si también
crecía o descrecía. Sabía que necesitaba saberlo. Muchas veces
intentó verse en los espejos, aunque recordó que no lo hacía con
la misma intensidad que la de su concentración para los viajes, o
para las zapatillas, o para su proyecto de artista sin corazón.
Un día se imaginó que era un ser imaginario, un
producto de sí mismo, de su misma no creación, de un error que no
necesitaba estudiar. Y se colocó delante de un espejo. Del espejo
que Clara tenía en su habitación y que sus padres subían por la
pared cada vez que ella les sorprendía con un nuevo estirón. Y esta
vez, Nicolás, sin esfuerzo, sin pensar en nada y con todo el tiempo
del mundo, se vio. Y se estremeció. Era un feto. Como los fetos de
los libros de Clara. Tuvo que sentarse en la alfombra, en su
alfombra. Había llegado a creer que existía. En ese momento se dio
cuenta de que no era el hijo de nadie, ni el hermano de ella, ni el
proyecto de artista de manualidades. Ni siquiera un buen estudiante.
No estaba en ningún sitio, por mucho que pudiera estar en todos.
Nunca se había
sentido así. Porque nunca había sentido. Sólo lo había copiado.
Cerró, o creyó hacerlo, los ojos y quiso salir de allí,
desaparecer, más aún. Quiso estar vivo.
Abrió los ojos.
Esta vez supo que los abría de verdad. No sabía por qué, pero supo
que los abría desde un cuerpo. Un cuerpo vivo. Que salía de un
túnel hacia una luz. Que sus terminaciones nerviosas eran reales, no
como las de los libros de Clara. Y que empezó a llorar. Eso recordó.
Después lo olvidó.
Todo.
Se llamaba José.
Era un niño. Nació escuálido, gracias igual a que su madre no se
cuidaba. Desde muy pequeño mostró un gran interés por las
manualidades, sobre todo con todo lo que tuviera que ver con la
madera.
Le gustaba tener sus
dos zapatillas en paralelo, debajo de su cama, para cuando se
despertara.
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