domingo, 2 de diciembre de 2012
poquitín de mi libro
...Miguel era un hombre mayor, jubilado. Todos los días iba al bar de Antonio; por la mañana tomaba café y orujo en una esquina, cerca de la salida. Leía el periódico si estaba libre y levantaba muy poco la vista; saludaba, atento, a las personas que entraban o salían. Al mediodía volvía de pasear y tomaba vino; saludaba tímidamente, buscaba el periódico si no lo había leído y se sentaba en una banqueta cerca de la barra, en el centro del bar. No era el primer vino del día y sus ojos lo confirmaban; sonreía, hacia abajo, bajito. Miraba alrededor y se colocaba la ropa cada poco. A veces observaba a Ana más de lo bebido y a veces sonreía más hacia arriba. Comía poco después el menú del día, enfrente de la televisión. Comía poco; no necesitaba mucho. Se cansaba enseguida de la rutina de llevar la cuchara a la boca. Antonio le reñía en broma. De vez en cuando se sentaba con él, le llenaba el vaso de vino y charlaban. Miguel estaba un poco sordo y se acercaba tanto a Antonio que parecía que los dos estuvieran tratando secretos importantísimos, de alto estado. Si Antonio comprobaba que Miguel tenía buen humor, solía subir el volumen de los altavoces del bar y conseguía un acople de sonido gracias al sonotone que llevaba; entonces se reían mucho. Miguel se tapaba los oídos y movía la cabeza hacia los lados, reprochando la broma en broma. Con el café pedía un chupito, en la barra, y permanecía allí media hora más antes de irse. Sobre las ocho de la tarde regresaba; con un cierto color rojizo en los pómulos, riendo y, a veces, canturreando... muy hacia adentro, y su risa, a veces, no era tan graciosa. Solía desabrocharse el reloj de pulsera y olvidárselo encima de la barra para recuperarlo al día siguiente, como un ritual. Antonio lo recogía al final de la noche, lo daba cuerda y lo posaba en la estantería, al lado de la botella de orujo...
martes, 27 de noviembre de 2012
lunes, 19 de noviembre de 2012
miércoles, 14 de noviembre de 2012
El Musical
Juerga General.
Empezamos el día, yo con mi edad ya lo
empecé antes pero, también, lo acabaré antes, con dos
adolescentes casi novios chupándome la
wifi (porque a mi edad uno no suele saber de contraseñas)
justo debajo de mi ventana, en el banco
que ocuparán dentro de un rato las señoras que se piran el
geriátrico; los dos con el portátil
de él, lo digo porque a ella nunca se lo he visto encima y a él se
le
ve muy seguro tecleando, más
experimentado a la hora de chupar wifis, poniendo canciones de
Pignoise a todo lo que da la
mini-mierda de altavoces enanos que saturan las composiciones de
Álvaro, genio de la música moderna,
al que, por desgracia, le dí clase hace unos años y le enseñé a
tocar canciones de Green Day, para mi regocijo ventanil. Por suerte
no soy capaz de degustar todas
esas armonías vocales grabadas
doscientas veces en sesiones de ocho horas diarias durante dos meses
sobre esa paleta colorida de acordes minuciosamente escogidos, ya que
mi vecina sorda ha
comenzado con su ritual mañanero de
vocear a su compañero ciego-sordo, un ritual que, como la matanza
del gocho, si el gocho es escurridizo, dura una eternidad.
Es este momento contrapuntístico
boreal, decibélico instante otoñal, el que me sugiere bajar a la
calle con mis playeros colesterólicos para comprobar si es verdad
que los piquetes son sólo informativos.
P.D. Conocí a Álvaro hace tiempo y
era un chico muy majo. Tampoco tiene que ir unido todo en
la vida.
jueves, 8 de noviembre de 2012
Luis Ernesto
Luis Ernesto fue mascota en mi casa
durante unos días hasta que se tiró por la ventana, desde un noveno
piso, con su casa; era una tortuga deprimida que hablaba para
adentro, sus cosas, que yo no entendía. Comía poca cosa, lechuga,
a nosotros nos sobraba demasiada al usarla casi de fachada, decorando
nuestra grasa salada. Puede ser que su depresión se debiera a la
risa escandalosa que soportara mientras inventábamos su nombre
ridículo, en su cara, sin pudor alguno, observando cómo bajaba la
vista y su cabeza retrocedía hacia su concha, para adentro, con sus
cosas. No encontramos resto alguno de su muerte, ni una nota.
Certificamos su fallecimiento sin hallar ni su cuerpo ni su cáscara,
sin testigos, sin forense.
Una tarde la dejamos sola en la
terraza, al sol, como una planta; con su platito de agua evaporándose
delante de sus narices, de su torpeza, de sus ojos cabizbajos; con su
lechuga impregnada de grasa, la que nos sobraba, asándose a su lado,
sin alcanzarla. Sin sombra y sin amigos, sin proyectos pero con
enemigos, nosotros, que sin saberlo, lo sabíamos. Y ella para
adentro con sus cosas, para luego, con su casa, encontrarse en el
vacío.
martes, 6 de noviembre de 2012
El incendio
Min y Mon; así nos llamaban nuestros
tíos a mi primo y a mí, Miguelín y Ramón. Jeromín (Mon) y
Beethoven (Min) lo usaba más nuestro
tío Manolo. Igual yo hacía más el indio y mi primo estaba más
sordo, o no me escuchaba, que es casi lo mismo.
Min tenía una banda de delincuentes
donde yo hacía los papeles o la tarea de santa Teresa de Calcuta,
igual porque no sabía si prefería ser mujer de mayor o de menos
menor. La banda duró horas y a mí no me dio tiempo a hacer
milagros; supongo que convertir hierba seca en fuego no es un
milagro.
La banda de Min se dedicaba por
aquellos tiempos, minutos, a fastidiar a los grillos; con cerillas,
encendidas claro, que yo compraba con la excusa de que eran para mis
padres, les hacían salir aterrorizados, creo, de sus casa-grillo
(grilleras), casi como un desahucio, vamos, sin avisos protocolarios.
Yo no era un santo, era más una casi-santa; pero aquella situación
me entristecía y me hacía pensar en los pobres indios desalojados a
la fuerza, por los malos, de sus chozas. Min, por momentos,
ennegrecía de maldad como un grillo malo, un grillo puñetero (los
hay). Y su pelo se erizaba mientras mis palabras de súplica se
atascaban en su sordera.
Al atardecer, mi desobediencia ante la
demanda de suministros para la masacre, la banda de Min abandonó el
campo, un campo desolador, con decenas de cuerpos negros diminutos
esparcidos.
Sólo Min se quedó conmigo y con mi
caja de cerillas por estrenar, que usé como una especie de homenaje
hacia los pobres bichos indefensos. Sobre una diminuta hierba seca
coloqué un fósforo
encendido, la llama de la ceremonia por
los difuntos, para la liberación de sus pequeñas almas, el fuego de
la libertad expansible; tan libre y tan expansible, que se expandió
por toda una serie de matorrales muertos y resecos que bordeaban un
campo de fútbol que vi por primera vez y por última. Min volvió a
ser blanco, y yo dejé de ser santa para volver a ser indio.
No lo pensé hasta hoy, pero no creo
que quedara algún grillo vivo allí.
domingo, 4 de noviembre de 2012
Las Rotondas (3)
¿Qué hacer ante una rotonda?
-Nada
-Algo
-Algo- Parar
No parar
- Parar- Llamar a tu madre (sabes que hace mucho que no la llamas). Poco sabrá de las
rotondas, pero de otras muchas cosas sí.
- Llorar; y si no lo haces pensando en algo en concreto, mejor que mejor, porque
así llorarás por muchas cosas a la vez y te desahogarás por cada una de ellas sin
darte cuenta.
- Reír- Por nada: tiene que ver con llorar por nadie.
Por algo: la risa es más concentrada pero te cansas antes que si es por nada.
- Mirar a los lados, hacer una foto con el móvil:
- compartirla en una red social
- no compartirla, te cansaste de las redes sociales
- mandársela a tu madre en un mensaje (seguramente no sepa
abrirla, pero le hará ilusión ver tu nombre en la bandeja de
entrada, si es que la encuentra, la bandeja).
- Tocar el pito - ad libitum: a lo loco, sin ton ni son, tiene su gracia.
- siguiendo el ritmo de la radio (si la llevas encendida) o siguiendo un
ritmo virtual. Si llueve puedes intentar seguir el ritmo de las gotas al
caer.
- No parar- Poner las luces de emergencia, cerrar los ojos y acelerar; es lo forma más
segura de no saber qué pueda pasar, hasta que pase.
- Si eres de un país donde se circula por la izquierda, hacerte caso a ti mismo
por una vez en la vida, ser consecuente y patriota, honrar a tu nación y entrar
en la rotonda siniestramente (si no llevas airbag, como consejo, protégete la
cara con los brazos).
- Si en tu país se va por la derecha, entrar por la misma:
- Dar vueltas a la rotonda hasta que se acabe la gasolina. Si tienes
pericia con el volante, puedes hacer fotos con una mano, por
ejemplo a las flores de temporada; y si eres muy pericioso,
mandársela a alguien en un mensaje (ya sabes que a tu madre
le va a costar abrirla, pero es cosa tuya) Ten cuidado por si hay
algún conductor inglés patriota en la rotonda a la vez que tú.
- Tocar el pito.
- Cantar.
- Salirte en alguna intersección (aunque no es el término apropiado).
Con esto, la rotonda deja de tener sentido a no ser que vuelvas a
ella.
- Llamar a tu madre.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)