Luis Ernesto fue mascota en mi casa
durante unos días hasta que se tiró por la ventana, desde un noveno
piso, con su casa; era una tortuga deprimida que hablaba para
adentro, sus cosas, que yo no entendía. Comía poca cosa, lechuga,
a nosotros nos sobraba demasiada al usarla casi de fachada, decorando
nuestra grasa salada. Puede ser que su depresión se debiera a la
risa escandalosa que soportara mientras inventábamos su nombre
ridículo, en su cara, sin pudor alguno, observando cómo bajaba la
vista y su cabeza retrocedía hacia su concha, para adentro, con sus
cosas. No encontramos resto alguno de su muerte, ni una nota.
Certificamos su fallecimiento sin hallar ni su cuerpo ni su cáscara,
sin testigos, sin forense.
Una tarde la dejamos sola en la
terraza, al sol, como una planta; con su platito de agua evaporándose
delante de sus narices, de su torpeza, de sus ojos cabizbajos; con su
lechuga impregnada de grasa, la que nos sobraba, asándose a su lado,
sin alcanzarla. Sin sombra y sin amigos, sin proyectos pero con
enemigos, nosotros, que sin saberlo, lo sabíamos. Y ella para
adentro con sus cosas, para luego, con su casa, encontrarse en el
vacío.
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