A todo el mundo le
gustan los niños. Es un hecho. Y si no te gustan, te aguantas. Si no
tienes hijos es porque eres impotente o estéril, o las dos cosas. Si
te da por hablar del mundo y no tienes hijos, es aún peor. Aunque
podrías justificarte, basándote en que tener hijos empeora las
cosas de ese mundo, del que hablabas, tú. A partir de ese momento, y
contando con que no deberías haber bebido ese tercer vino en esa
cena a la que nunca deberías haber ido, tu participación en esa
conversación ha terminado. Ya no existes. Sólo existes como
comodín, como el amigo problemático sensible que nunca llegará a
nada, o más bien como el que nunca llegó. Servirás para recibir
alguna palmadita en la espalda y para rellenar los vasos vacíos de
los que nunca beben. Para que ese nunca beber les anime a soltarse,
para que hablen de ese mundo que a ti te parece incorrecto. Para que
te expliquen cómo es la vida; la suya, la de su mujer y, por
supuesto, la de sus preciosos hijos (esos preciosos hijos que tú
tienes que educar).
Mientras les sirves
vino, quieres morirte. Y recuerdas todas las maneras posibles que
tuviste que inventar o investigar para que esos grandes amigos no
acabaran muertos cuando erais adolescentes. Su manera de despreciar.
Su prepotencia y su seguridad. Sus borracheras incontroladas. Su
derecho de pernada. Tu escalofrío al salvarlo, recogiendo su cabeza
de un váter inmerecible. Tu poca ética, mirando hacia otro lado,
cuando el lado ético estaba siendo violado. La pregunta inevitable
de por qué erais amigos; o peor aún, la de por qué seguíais
siendo amigos. Igual uno se acostumbra y ya no le da tiempo a bajarse
de ese viaje amistoso que a partir de los veintitantos o treinta años
va a toda velocidad.
Y todo eso es
mentira. La costumbre te absorbe y te moldea, a imagen y semejanza de
cuando dejaste de tener sueños, a la edad que quieras, pero siempre
antes de los treinta. Una costumbre voraz que te destruye.
Mientras no estás
completamente destruido y tus recuerdos te adoptan, mantienes una
cierta lógica de lo que fuiste. De lo que ibas a llegar a ser. De lo
que crees que eres pero que ya no lo serás jamás. Y a partir de los
treinta te conviertes en el educador provisional, vocacional y
profesional, sin ningún tipo de título oficial, de esos
maravillosos y preciosos hijos de los demás. Siendo profesor en un
colegio, en un instituto, en una academia, en una escuela de karate,
sus hijos te considerarán como el maestro y padre que no tienen en
casa; hasta que lleguen a ella y lo olviden todo; para que al día
siguiente tú vuelvas a empezar, como un abuelo generoso que no
reprocha nada a sus nietos, como el amigo sensible al que hay que
acariciar, de vez en cuando, cuando las fuerzas de padre flojean.
Cuando su madre pierde el brillo de los ojos.
Uno se acostumbra a
descorcharles la sinceridad y a rebajársela cuando es demasiada,
cuando puede molestar. Puedes encontrar un mundo desconocido en su
canica, llena de gente extraña que nunca conocerás; pero, una
canica organizada, con su presidente, sus ayudantes, los ayudantes de
los ayudantes, los cines, los supermercados, las farmacias, algún
banco en la canica de algún niño acumulativo, el colegio y, por
supuesto a su lado, un patio enorme donde jugar no tiene fin.
El fin lo escribe el
adulto.
El principio es del
niño, como lo vuelve a ser de la madre cuando recupera el brillo.
Descubrir las cosas, todas las cosas. Respirar y correr, mucho. Dar
de mamar y sonreír. Crear recuerdos imborrables. Ser feliz. Creer
que todo va a seguir así.
No tener hijos llega
a ser un problema. No estás acostumbrado a gritarles ni a hablarles
en ese idioma imposible. Cuando te comportas como una persona normal,
¿normal?, delante de ellos y de sus padres, te miran raro, y después
se miran, intentando comprender tu actitud. Eres un bicho raro,
seguramente insensible y estéril. Seguramente con algún problema
mental. No van a considerar que gracias a bichos como tú, sus hijos
están aprendiendo a comparar. Incluso puede que lleguen a hablar de
una manera normal entre ellos.
Los conejos son
mucho más inteligentes porque tienen toda la hierba del mundo. Hasta
que aparece toda una familia humana normal llena, llena de odio hacia
la vida, y arrasa el campo, con sus tortillas y su plástico, con su
ruido compartido, con su aire feudal, con sus ganas de fastidiar,
cuando los conejos se miran entre ellos.
Casi todos los
lugares del mundo están llenos de niños; las banquetas de los bares
que arrastran hacia las máquinas tragaperras, las zonas de silencio
de los hospitales, los cruces con poca visibilidad de carreteras, las
colas de supermercados, los sofás frente a la televisión de las
casas a las doce y media de la noche, las piscinas sin socorrista,
los parques de atracciones con tuercas oxidadas, los padres atentos
al fútbol o a las piernas de la vecina... Todo parece ser un desafío
a la muerte. Del que te tienes que encargar tú y tu terapeuta o
psicólogo. Maldita ética aprendida.
Los niños no están
sordos (los extranjeros tampoco). Podríamos empezar por aquí. Es
cierto que les cuesta entender su futuro idioma, que tardan tiempo en
andar (demasiado si nos comparamos con los potros, por ejemplo), que
tardan en llevarse la cuchara a la boca (existen numerosos animales
que, antes de hablar, han comido por ellos mismos y hasta han
construido una especie de despensa). Tardamos tanto tiempo en todo,
que cuando nos damos cuenta ya estamos muertos. O casi muertos. Y si
no lo estamos, nos encargamos de intoxicar a los recién vivos, para
que sigan con la tradición; para que la costumbre no se apague.
Si los niños no
están sordos, no creo que haga falta gritarles al oído en un idioma
inventado. Y volvemos a lo mismo; nosotros somos los sordos. El
respeto se mide en decibelios; el que más grita más respeto tiene y
el que calla, otorga. En una guerra sigues al que tiene más voz si
es de los tuyos y corres si esa voz es de uno de los otros. ¿Por qué
los niños no corren cuando les gritan?. Pues por eso. Porque son
prisioneros de guerra. De vez en cuando los sueltan para que se
desfoguen un poco, dándote patadas en las espinillas y gritándote
en el idioma de su mando de mayor rango de su campo de concentración.
Los convierten en acérrimos súbditos entre carcajadas poderosas de
general, en linchamiento verbal, en prepotencia paternal, donde el
respeto es una palabra que hay que buscar en el diccionario. Mientras
los conejos huyen despavoridos, tapándose las orejas con enormes
orejeras. Donde el diccionario es otra palabra que hay que buscar en
otro sitio, en otro lugar, en otra cosa.
Estos mini-señores
proyecto de yonosoyracistaperoquemihijanosecaseconunnegro, no
tienen culpa alguna, hasta que la empiezan a tener. Cuando toman el
relevo de sus padres y se casan con la que parece la más virgen de
todas o el mejor futbolista de todos. Y vuelta a empezar, o a acabar.
Los
sinhijos debemos equilibrar el desequilibrio; tenemos más
tiempo para los otros, menos preocupaciones, un estado casi zen,
paciencia infinita y sonrisa constante. Debemos olvidarnos de
nuestras aficiones y anteponer el ruido a nuestra siesta.
Sin los
sinhijos los accidentes se multiplicarían.
Nos
ofrecen, constantemente, perros, gatos, peces, ratas en jaulas, para
aliviar nuestra soledad. Ninguna respuesta les parece válida cuando
nos preguntan que por qué no queremos tener niños. Y tampoco
nosotros sabremos darla. Seremos unos egoístas por no querer
compartir la vida. Nos arrepentiremos cuando seamos viejos, tantas
cosas perdidas. Seguramente. No tendremos quien nos entierre. Ni nada
que dejar.
Nos perderíamos
su primer papá o su primer mamá. Su primera noche
entera llorando. Su primer pañal, su segundo, su tercero... Su
primer trago de lejía (como buenos padres, tendríamos los productos
de limpieza a su alcance). No podríamos llorar de emoción el día
de su primera comunión; ni el de su segunda. No podríamos regalarle
todo lo que pidiera por traernos dos aprobados y ocho suspensos. Nos
perderíamos su primera borrachera y su segundo lavado de estómago.
No estaríamos el día de su primer juicio. Nunca podríamos ir a
visitarle a la cárcel. Ni a pedir perdón al vecino porque nuestro
hijo le destrozó el coche. Todo serían pérdidas. O igual no todo.
Podría tener hijos, gracias a los bis a bis de la prisión donde
estuviera, y así mantener el apellido por el mundo. Ya se encargaría
alguien de fuera de su educación; de gritarle al oído su nuevo
idioma, de darle dos tortazos cuando llegara tarde y otros dos cuando
llegara demasiado pronto, de quererle a su manera y de bañarlo los
sábados, para que su olor no fuera lo suficientemente inaceptable.
Su
nuevo padre sospecharía de cualquier sinhijos de alrededor y,
aunque no fuera el que puso la semilla, se encargaría de recoger la
cosecha que más le interesara. Siendo el resto, el vacío, o lo
precipitadamente llenado, para los demás.
Los
hijos de los demás también podrán ser estupendos, por supuesto.
Sólo he querido dar la parte negativa de la educación. La educación
que esos pobres padres no han tenido, o no han sabido buscar. Las
circunstancias, la vida y la enfermedad. El descontrol y, otra vez,
la costumbre. La costumbre descontrolada de la procreación. Los
tests olvidados a los futuros padres. La educación desde que te
mides en la pared.
Pero
claro, esto es ficción. Los hijos de los demás seguirán siendo de
ellos.
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