Cuando vi la
película “El increíble hombre menguante”, me sentí invisible.
Desaparecíamos todos. Mi familia, mis amigos, mi amiga, las chicas
que me gustaban y que nunca me hacían caso, los chicos a los que yo
les gustaba, mi inseguridad a la hora de sentirse gustado o la
inseguridad de saber quién te gusta. Todo desapareció por un
momento. Y al momento, todo apareció. Mis trece años de poca cosa
en el sofá, viendo el final de la película, con sus títulos de
crédito, con esos nombres imposibles de gente que trabaja como
segundo ayudante del tercer asistente del primer auxiliar de alguien.
Y cuando, de repente, estás interesado en alguien al azar, un
anuncio te sacude la vista y los tímpanos, dejándote al borde de un
posible interés cultural sobre ese ayudante de un tercero. De todas
formas, menguar o hacerte invisible, resultaba de lo más
interesante. Si yo fuera diminuto, muchas veces lo
soy, me haría paraguas y sombrillas con las láminas de madera de
los lápices. Ayudaría a construir imperios haciéndome pasar por
hormiga, en una cola; en una cola que por fin tendría sentido.
Robaría migas de pan en las puertas de las panaderías. Me colaría
en los cines para ver películas antiguas; y comería mini-palomitas
sin hacer ruido. Me llevaría el viento con mi paraguas de lápiz y
tendría más respeto a la muerte. Me mezclaría entre los besos de
los enamorados. Mis problemas serían más pequeños. Podría usar
los calcetines dos días seguidos. Podría peinarme en una gota de
agua; y ducharme en ella. Rebasaría los límites de Einstein. Haría
pis en cualquier sitio. Caminaría mucho y mi mini-corazón me lo
agradecería.
Pero el invierno
sería duro. Y el verano. Y la noche sería un problema. No tendría
amigos de palabra. Dormiría en el suelo pegado con un algún trozo
de celo que pudiera encontrar. La lluvia, también me demostraría lo
equivocado que estaba cuando pensaba que mis problemas menguarían
conmigo. El polvo, el polen, los insectos, los pájaros, los hombres,
la falta de lo que odio y la falta de lo que quiero.
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