Creo que fue en verano de 1982, donde
España hizo el ridículo padre en su propio mundial, cuando
me perdí por primera vez; en el monte.
Yo era un orgulloso boy scout, con pañuelo anudado al cuello,
información sobre primeros auxilios, conocimientos de supervivencia,
creencia en ser divino
y creencia en ser divino, también.
Monitores monaguillos a mi alrededor y, casi en mi interior,
pederastas condecorados. Cuotas mensuales al día, comida de
mediopensionista, horas de estudio obligado con borradores volantes y
tortazos espontáneos esporádicos.
Casi me mato unos meses antes cuando
los responsables jefes scout nos llevaron de escalada a no sé qué
peña (a mí me parecía el Everest) con nuestro equipo de alpinista
completo: playeros, pantalones cortos, gorra, el pañuelo (que me
imagino ahora que serviría para detener posibles hemorragias) y esa
típica navaja multiusos con la que siempre te cortabas, abrieras el
dispositivo que abrieras. Recuerdo esa sensación de pánico al bajar
rodando por la ladera de la montaña, incapaz de mantenerme en pie
por la gravedad demasiado grave, sorteando piedrísimas, aterrizando
sin gorra, sin navaja, con una zapatilla menos y con el pañuelo casi
convertido en soga de horca; con la cara y las rodillas rojas,
comprobando que todos los dedos de las manos estuvieran allí.
Como superviviente de guerra, y aún no
sé porqué, me volví a presentar; esta vez al campamento de verano
scout en Ponferrada, en el valle del silencio; menos orgulloso y
menos divino; aunque con los ojos un poco más abiertos.
Tuvimos juegos, charlas alrededor de
hogueras donde dios siempre aparecía, contacto con la naturaleza,
experiencia con la vida y con el miedo, y excursiones. En una de
ellas, la última, nos perdimos tres guerreros de diez años; tres
gigantes de poco más de un metro: mi jefe superior en rango y dos
scouts rasos, uno de ellos yo.
Regresábamos al campamento después de
haber visitado la herrería de Compludo; una caminata de dos horas,
con las típicas gracias alegres de la edad: tirarse piedras, bajarle
los pantalones al monitor que iba delante, tirarse pedos, escupir,
poner voz de mayor, darse patadas en los testículos, rascarse las
picaduras de insectos, echarse agua en las heridas de las zarzas...
En un cruce de caminos no apareció Robert Johnson, sino que
desapareció todo el mundo, menos nosotros tres; no recuerdo de qué
manera; despiste quizás, falta de responsabilidad por parte de los
monitores, o nuestra. Pero nos quedamos solos. Esperamos de pie,
luego sentados, después de pie otra vez; miramos la posición del
sol y con el paso de las horas, la posición de las estrellas, como
si hubiéramos entendido algo del manual de supervivencia. Creo que
ese día inventamos el manual del miedo, vino solo, sin proponerlo.
El otro soldado raso no paró de llorar y de recibir tortazos de
nuestro jefe, un jefe nada comprensivo que, por otro lado,
seguramente quisiera estar debajo de las faldas de su madre en ese
momento. Sé que discutimos, propusimos, debatimos... hasta que llegó
la noche y nos trajo el pánico. Un pánico sin visión, con sonidos
de monte que nunca habíamos escuchado. Pensamos tantas cosas tan
deprisa que debimos crecer unos cuantos años de golpe, allí
petrificados, con nuestro pañuelo al cuello. De esa noche sólo
recuerdo que intentábamos dormir los tres muy juntos para combatir
el frío, y que yo, que me había tocado en el medio, evitaba que sus
brazos me rodearan, creyendo que por la mañana no podría liberarme
de ellos, al estar muertos, congelados.
Al amanecer, el alivio de la luz y, me
imagino, la claridad de las ideas. Encontramos un pueblo, una señora
perpleja por nuestra situación y todo lo demás vino rodado. Los
monitores tenían la cara
desencajada cuando nos vieron. Comimos
como un rebaño en el campamento ante la mirada fija de los
compañeros, como si volviéramos de una misión suicida, como
héroes. Unos minutos de gloria estúpida para una decisión
acertada: no volver nunca más. Y nunca más ponerme un pañuelo
alrededor del cuello; ni siquiera una bufanda.