Nicolás era un niño
que no existía, o al menos en parte. Murió al nacer. Pero por
alguna extraña manía del universo, o de la vida, o de la muerte, no
murió del todo. Sus padres lo lloraron. Y su hermanita mayor Clara.
Sus tíos, menos. Algunos buenos amigos de sus padres lo lloraron más
de la cuenta o de lo normal. Mientras, Nicolás iba viviendo entre
lágrimas.
No comía, ni bebía,
ni dormía; a veces descansaba. Igual porque veía que los demás lo
hacían; pero él nunca estaba cansado. Nadie lo podía ver, ni
tocar. Nadie sabía que no estaba muerto del todo. Hasta que no fue
más mayor, no supo que era un fantasma o un espíritu. Con el tiempo
supo la edad que hubiera vivido por la fecha de su muerte inscrita en
su lápida, en el cementerio, donde cada año iban sus padres y su
hermana Clara a dejarle flores.
Los primeros años
fueron muy difíciles. No entendía absolutamente nada de lo que
pasaba a su alrededor. No conocía el idioma de la gente, las formas,
los gestos, nada. De haber estado vivo se hubiera muerto de hambre. Y
de pena, porque estaba solo.
Con el tiempo fue
aprendiendo. Mucho. Podía estar en el lugar del mundo que le
apeteciera y aprendió a controlarlo. Gracias a un libro de geografía
de Clara, supo cómo viajar por ese mundo. Y conocer sus lenguas y
sus gestos y sus formas. Sólo con imaginarlo, se desplazaba por la
Tierra, en un instante, como el chasquido de un suspiro. Muchas veces
se equivocaba de país, o se metía de lleno en una guerra o en un
amor.
Le gustaba mucho
descansar en la alfombra, a los pies de la cama de su hermanita. Y le
gustaba cuidar de ella, aunque no pudiera hacerlo. Le gustaba pensar
que sí podía. Consiguió, con mucho esfuerzo, su primer milagro
como fantasma; colocó, pensando, las zapatillas de Clara debajo de
su cama, perfectamente alineadas y perpendicularmente perfectas,
esperando al aterrizaje perfecto de sus pies, cuando se levantara,
sin controladores aéreos ni normas. Sólo con pensarlo. Era la
primera vez en su muerte que hacía algo físico, o lógico para los
vivos. Aunque no fuera él, físicamente, el que lo moviera. Esa
noche, en la alfombra de su hermanita, no pudo descansar.
En sus viajes no
físicos abusaba de Israel, de Egipto, de Turquía... no sabía
porqué, pero siempre acababa por Oriente. Y no era por la falta de
práctica a la hora de concentrarse en un viaje; antes de
concentrarse en ese viaje, ya había visualizado Jerusalén, por
ejemplo. Pensaba en Los Ángeles de California y aparecía en Beirut.
Pensaba en el pueblo de su padre, en Castellón, y conocía el verano
en el Sáhara. Sabía que había visualizado Nazaret, pensaba en
Viena, y ya estaba en Israel otra vez.
Después de tantos
viajes, decidió quedarse una temporada con Clara y sus padres. Pasó
muchas horas con ella en el colegio. Le empezó a gustar más las
clase de geografía que sus viajes alocados. Las clases de inglés y
de francés. Le interesó mucho todo lo que tuviera que ver con algo
manual; dibujo, tecnología, madera, cerámica, plastilina... pero
sus manos no podían tocar nada, no existían, como él. Sí que
alguna vez, esforzándose, como cuando movió las zapatillas de
Clara, produjo pequeñas obras de arte: un trazo en un papel, algo
parecido a un señor con un poco de barro o un agujero en una tabla
de madera. Su falta de vida no le proporcionaba, por lo menos,
frustración. Y él seguía intentándolo, sin desasosiego, sin
alegría, sin llanto y sin pasión. Pero con tiempo, que era algo,
que al parecer, le iba a sobrar el resto de su muerte.
Sus padres y su
hermana iban cumpliendo años. Sus padres envejeciendo y su hermana
rejuveneciendo, como una planta o como un árbol en su plenitud.
Cuanto más crecía ella, más mermaban ellos. Eso también lo leyó
en los libros, de ciencia, cuando Clara pasaba las hojas y él
dependía, memorizando todo lo que podía de esas páginas, de su
ritmo y de sus manos.
Quiso saber cómo
era él. Si tenía un cuerpo, aunque fuera invisible. Si también
crecía o descrecía. Sabía que necesitaba saberlo. Muchas veces
intentó verse en los espejos, aunque recordó que no lo hacía con
la misma intensidad que la de su concentración para los viajes, o
para las zapatillas, o para su proyecto de artista sin corazón.
Un día se imaginó que era un ser imaginario, un
producto de sí mismo, de su misma no creación, de un error que no
necesitaba estudiar. Y se colocó delante de un espejo. Del espejo
que Clara tenía en su habitación y que sus padres subían por la
pared cada vez que ella les sorprendía con un nuevo estirón. Y esta
vez, Nicolás, sin esfuerzo, sin pensar en nada y con todo el tiempo
del mundo, se vio. Y se estremeció. Era un feto. Como los fetos de
los libros de Clara. Tuvo que sentarse en la alfombra, en su
alfombra. Había llegado a creer que existía. En ese momento se dio
cuenta de que no era el hijo de nadie, ni el hermano de ella, ni el
proyecto de artista de manualidades. Ni siquiera un buen estudiante.
No estaba en ningún sitio, por mucho que pudiera estar en todos.
Nunca se había
sentido así. Porque nunca había sentido. Sólo lo había copiado.
Cerró, o creyó hacerlo, los ojos y quiso salir de allí,
desaparecer, más aún. Quiso estar vivo.
Abrió los ojos.
Esta vez supo que los abría de verdad. No sabía por qué, pero supo
que los abría desde un cuerpo. Un cuerpo vivo. Que salía de un
túnel hacia una luz. Que sus terminaciones nerviosas eran reales, no
como las de los libros de Clara. Y que empezó a llorar. Eso recordó.
Después lo olvidó.
Todo.
Se llamaba José.
Era un niño. Nació escuálido, gracias igual a que su madre no se
cuidaba. Desde muy pequeño mostró un gran interés por las
manualidades, sobre todo con todo lo que tuviera que ver con la
madera.
Le gustaba tener sus
dos zapatillas en paralelo, debajo de su cama, para cuando se
despertara.