Pablo siempre quiso
ser basurero. En el colegio estaban todos asustados; los profesores,
sus compañeros, los curas y el director.
- ¿Y tú, Pablo? ¿Qué quieres ser de mayor?
- Basurero.
- … ¿Cómo?
- Basurero.
Los niños se reían
y el profesor no podía seguir hablando. Pablo no quería llamar la
atención porque no tenía la edad estúpida preadolescente. Tenía
nueve años. Y ya pensaba en limpiar el mundo. Su padre, médico, y
su madre, abogada, no se reían nada. Era su único hijo. Un proyecto
de cirujano-juez-presidente-astronauta. Y Pablo quería ser basurero;
y después de los nueve años, y de los catorce, y de los diecinueve.
Por qué no se les ocurrió tener más hijos. Por qué. Qué tenía
la mierda que a su hijo le gustaba tanto. Qué habían hecho mal.
Él hacía
montoncitos con sus migas de pan en la mesa del comedor del colegio.
Cuando acababa, hacía los montoncitos de los demás; de su mesa; y
miraba hacia las demás mesas. Con la palma de la mano arrastraba los
deshechos y los juntaba en un gran montón, mientras procuraba un
ruido como de presa hidráulica, motor, camión de basura. Recogía
los platos de los niños de al lado, hacía una montañita con las
sobras en un único plato y dejaba los otros alrededor, sin ponerlos
unos encima de otros, para que la grasa no ensuciara el reverso,
cuando los coges sin guantes y te resbalan, y te dejan las manos sin
uso, por un rato.
En el patio, en el
recreo, buscaba los envoltorios de los bocadillos, las latas de
refresco, los papeles... Los recogía y lo intentaba meter todo en
las papeleras imposibles rebosantes; se imaginaba ratas gigantes
queriendo morderle las piernas, pero las asustaba con un grito. Sus
verdaderos amigos se quedaron a su lado para siempre. Hablaban lo
mismo que él, poco.
Por la noche, en su
habitación, esperaba desde la ventana abierta a que pasara el camión
de la basura, con su luz característica que se reflejaba en las
paredes. Entonces podía dormir tranquilo.
Pero lo que más le
gustaba era ver al barrendero con su carrito, con su soledad y con su
tranquilidad. Pablo quería trabajar de eso cuando fuera mayor. Y
hacer montoncitos, un poco más grandes, con su escoba; y disponer de
una manguera, y mojar todas las calles desiertas. Y que le dejaran en
paz. Y pensar.
A los veintidós
años consiguió ser basurero. Y a los veintitrés, barrendero; con
su carrito, su escoba, su manguera y sus calles nocturnas desiertas.
Dejó el trabajo a
los treinta y cinco, cuando los libros que escribía se empezaron a
vender y los compromisos con la editorial le hicieron incompatible
ambos oficios.
Pero siguió
asomándose a la ventana, por las noches, para ver pasar al camión y
al carrito, a lo lejos, cuando había suerte. Y no dejó de hacer
montoncitos en su mesa, aunque fueran de palabras.
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