martes, 4 de diciembre de 2012

el gocho tumbado



Rosa, feliz, recién comido y recién salido de la charca. Mirando de reojo a la gocha que le gusta.
Tímido, enamorado, respetuoso. Atiborrado, hinchado, casi sin poder caminar, contento. Imaginando momentos felices. Recordando los que ya tuvo. Componiendo poemas para su gocha, pero sin atreverse, sin dar el paso para que le quiera. Infinítamente dubitativo. Tumbado en el infinito de su desconocimiento o, quizás, del nuestro. Sin nuestras preocupaciones. O quizás sí.
De repente otra vez tumbado, pero encima de la mesa grande de la cocina vieja, la de al lado del trastero de la casona, la que ya no se enseña, o sólo a los familiares, que ahora están a su lado, todos, con cuchillos. Mirándole con pena unos, otros haciéndole fotos, el niño malo tirándole del rabo, el niño infinitamente introvertido en un rincón del trastero, recogiendo los poemas, los que el gocho ya no usará, para después, seguramente contárselos a la gocha, que se ha ido corriendo lejos, para no escuchar los gritos.


domingo, 2 de diciembre de 2012

poquitín de mi libro

...Miguel era un hombre mayor, jubilado. Todos los días iba al bar de Antonio; por la mañana tomaba café y orujo en una esquina, cerca de la salida. Leía el periódico si estaba libre y levantaba muy poco la vista; saludaba, atento, a las personas que entraban o salían. Al mediodía volvía de pasear y tomaba vino; saludaba tímidamente, buscaba el periódico si no lo había leído y se sentaba en una banqueta cerca de la barra, en el centro del bar. No era el primer vino del día y sus ojos lo confirmaban; sonreía, hacia abajo, bajito. Miraba alrededor y se colocaba la ropa cada poco. A veces observaba a Ana más de lo bebido y a veces sonreía más hacia arriba. Comía poco después el menú del día, enfrente de la televisión. Comía poco; no necesitaba mucho. Se cansaba enseguida de la rutina de llevar la cuchara a la boca. Antonio le reñía en broma. De vez en cuando se sentaba con él, le llenaba el vaso de vino y charlaban. Miguel estaba un poco sordo y se acercaba tanto a Antonio que parecía que los dos estuvieran tratando secretos importantísimos, de alto estado. Si Antonio comprobaba que Miguel tenía buen humor, solía subir el volumen de los altavoces del bar y conseguía un acople de sonido gracias al sonotone que llevaba; entonces se reían mucho. Miguel se tapaba los oídos y movía la cabeza hacia los lados, reprochando la broma en broma. Con el café pedía un chupito, en la barra, y permanecía allí media hora más antes de irse. Sobre las ocho de la tarde regresaba; con un cierto color rojizo en los pómulos, riendo y, a veces, canturreando... muy hacia adentro, y su risa, a veces, no era tan graciosa. Solía desabrocharse el reloj de pulsera y olvidárselo encima de la barra para recuperarlo al día siguiente, como un ritual. Antonio lo recogía al final de la noche, lo daba cuerda y lo posaba en la estantería, al lado de la botella de orujo...

martes, 27 de noviembre de 2012

caboalles de abajo



tenía pensado hablar de muchas cosas, o de algunas, o de casi ningunas... y me acordé de esta foto.

lunes, 19 de noviembre de 2012

miércoles, 14 de noviembre de 2012

El Musical


Juerga General.

Empezamos el día, yo con mi edad ya lo empecé antes pero, también, lo acabaré antes, con dos
adolescentes casi novios chupándome la wifi (porque a mi edad uno no suele saber de contraseñas)
justo debajo de mi ventana, en el banco que ocuparán dentro de un rato las señoras que se piran el
geriátrico; los dos con el portátil de él, lo digo porque a ella nunca se lo he visto encima y a él se le
ve muy seguro tecleando, más experimentado a la hora de chupar wifis, poniendo canciones de
Pignoise a todo lo que da la mini-mierda de altavoces enanos que saturan las composiciones de
Álvaro, genio de la música moderna, al que, por desgracia, le dí clase hace unos años y le enseñé a tocar canciones de Green Day, para mi regocijo ventanil. Por suerte no soy capaz de degustar todas
esas armonías vocales grabadas doscientas veces en sesiones de ocho horas diarias durante dos meses sobre esa paleta colorida de acordes minuciosamente escogidos, ya que mi vecina sorda ha
comenzado con su ritual mañanero de vocear a su compañero ciego-sordo, un ritual que, como la matanza del gocho, si el gocho es escurridizo, dura una eternidad.
Es este momento contrapuntístico boreal, decibélico instante otoñal, el que me sugiere bajar a la calle con mis playeros colesterólicos para comprobar si es verdad que los piquetes son sólo informativos.

P.D. Conocí a Álvaro hace tiempo y era un chico muy majo. Tampoco tiene que ir unido todo en
la vida.


jueves, 8 de noviembre de 2012

Luis Ernesto


Luis Ernesto fue mascota en mi casa durante unos días hasta que se tiró por la ventana, desde un noveno piso, con su casa; era una tortuga deprimida que hablaba para adentro, sus cosas, que yo no entendía. Comía poca cosa, lechuga, a nosotros nos sobraba demasiada al usarla casi de fachada, decorando nuestra grasa salada. Puede ser que su depresión se debiera a la risa escandalosa que soportara mientras inventábamos su nombre ridículo, en su cara, sin pudor alguno, observando cómo bajaba la vista y su cabeza retrocedía hacia su concha, para adentro, con sus cosas. No encontramos resto alguno de su muerte, ni una nota. Certificamos su fallecimiento sin hallar ni su cuerpo ni su cáscara, sin testigos, sin forense.
Una tarde la dejamos sola en la terraza, al sol, como una planta; con su platito de agua evaporándose delante de sus narices, de su torpeza, de sus ojos cabizbajos; con su lechuga impregnada de grasa, la que nos sobraba, asándose a su lado, sin alcanzarla. Sin sombra y sin amigos, sin proyectos pero con enemigos, nosotros, que sin saberlo, lo sabíamos. Y ella para adentro con sus cosas, para luego, con su casa, encontrarse en el vacío.


martes, 6 de noviembre de 2012

El incendio


Min y Mon; así nos llamaban nuestros tíos a mi primo y a mí, Miguelín y Ramón. Jeromín (Mon) y
Beethoven (Min) lo usaba más nuestro tío Manolo. Igual yo hacía más el indio y mi primo estaba más sordo, o no me escuchaba, que es casi lo mismo.
Min tenía una banda de delincuentes donde yo hacía los papeles o la tarea de santa Teresa de Calcuta, igual porque no sabía si prefería ser mujer de mayor o de menos menor. La banda duró horas y a mí no me dio tiempo a hacer milagros; supongo que convertir hierba seca en fuego no es un milagro.
La banda de Min se dedicaba por aquellos tiempos, minutos, a fastidiar a los grillos; con cerillas, encendidas claro, que yo compraba con la excusa de que eran para mis padres, les hacían salir aterrorizados, creo, de sus casa-grillo (grilleras), casi como un desahucio, vamos, sin avisos protocolarios. Yo no era un santo, era más una casi-santa; pero aquella situación me entristecía y me hacía pensar en los pobres indios desalojados a la fuerza, por los malos, de sus chozas. Min, por momentos, ennegrecía de maldad como un grillo malo, un grillo puñetero (los hay). Y su pelo se erizaba mientras mis palabras de súplica se atascaban en su sordera.
Al atardecer, mi desobediencia ante la demanda de suministros para la masacre, la banda de Min abandonó el campo, un campo desolador, con decenas de cuerpos negros diminutos esparcidos.
Sólo Min se quedó conmigo y con mi caja de cerillas por estrenar, que usé como una especie de homenaje hacia los pobres bichos indefensos. Sobre una diminuta hierba seca coloqué un fósforo
encendido, la llama de la ceremonia por los difuntos, para la liberación de sus pequeñas almas, el fuego de la libertad expansible; tan libre y tan expansible, que se expandió por toda una serie de matorrales muertos y resecos que bordeaban un campo de fútbol que vi por primera vez y por última. Min volvió a ser blanco, y yo dejé de ser santa para volver a ser indio.
No lo pensé hasta hoy, pero no creo que quedara algún grillo vivo allí.


domingo, 4 de noviembre de 2012

Las Rotondas (3)

¿Qué hacer ante una rotonda?

-Nada
-Algo

-Algo- Parar
           No parar

                          - Parar- Llamar a tu madre (sabes que hace mucho que no la llamas). Poco sabrá de las 
                                       rotondas, pero de otras muchas cosas sí.
                                     - Llorar; y si no lo haces pensando en algo en concreto, mejor que mejor, porque 
                                       así llorarás por muchas cosas a la vez y te desahogarás por cada una de ellas sin
                                       darte cuenta.
                                     - Reír- Por nada: tiene que ver con llorar por nadie.
                                                Por algo: la risa es más concentrada pero te cansas antes que si es por nada.
                                     - Mirar a los lados, hacer una foto con el móvil: 
                                                              - compartirla en una red social
                                                              - no compartirla, te cansaste de las redes sociales
                                                              - mandársela a tu madre en un mensaje (seguramente no sepa 
                                                                 abrirla, pero le hará ilusión ver tu nombre en la bandeja de 
                                                                 entrada, si es que la encuentra, la bandeja).
                                     - Tocar el pito - ad libitum: a lo loco, sin ton ni son, tiene su gracia.
                                                            - siguiendo el ritmo de la radio (si la llevas encendida) o siguiendo un
                                                               ritmo virtual. Si llueve puedes intentar seguir el ritmo de las gotas al
                                                               caer.

                            - No parar- Poner las luces de emergencia, cerrar los ojos y acelerar; es lo forma más 
                                               segura de no saber qué pueda pasar, hasta que pase.
                                             - Si eres de un país donde se circula por la izquierda, hacerte caso a ti mismo
                                               por una vez en la vida, ser consecuente y patriota, honrar a tu nación y entrar 
                                               en la rotonda siniestramente (si no llevas airbag, como consejo, protégete la 
                                               cara con los brazos).
                                             - Si en tu país se va por la derecha, entrar por la misma:
                                                            - Dar vueltas a la rotonda hasta que se acabe la gasolina. Si tienes
                                                               pericia con el volante, puedes hacer fotos con una mano, por 
                                                               ejemplo a las flores de temporada; y si eres muy pericioso, 
                                                               mandársela a alguien en un mensaje (ya sabes que a tu madre
                                                               le va a costar abrirla, pero es cosa tuya) Ten cuidado por si hay
                                                               algún conductor inglés patriota en la rotonda a la vez que tú.
                                                            - Tocar el pito.
                                                            - Cantar.
                                                            - Salirte en alguna intersección (aunque no es el término apropiado).
                                                               Con esto, la rotonda deja de tener sentido a no ser que vuelvas a 
                                                               ella.
                                                             - Llamar a tu madre.






viernes, 2 de noviembre de 2012

Las Rotondas (2)

¿Para qué sirven las rotondas?

Sirven para ponerse en el medio de las intersecciones (ya dije que otro día explicaré lo que son las intersecciones ) y poco más.



Mañana, ¿Qué hacer ante una rotonda?

jueves, 1 de noviembre de 2012

Las rotondas

¿Qué son las rotondas?

Son unas cosas redondas de cemento con hierba encima y, a veces, flores de temporada, también encima o
a veces a los lados. Se colocan en las intersecciones ( las intersecciones son cosas que ya explicaré ).



miércoles, 31 de octubre de 2012

La Pérdida


Creo que fue en verano de 1982, donde España hizo el ridículo padre en su propio mundial, cuando
me perdí por primera vez; en el monte. Yo era un orgulloso boy scout, con pañuelo anudado al cuello, información sobre primeros auxilios, conocimientos de supervivencia, creencia en ser divino
y creencia en ser divino, también. Monitores monaguillos a mi alrededor y, casi en mi interior, pederastas condecorados. Cuotas mensuales al día, comida de mediopensionista, horas de estudio obligado con borradores volantes y tortazos espontáneos esporádicos.
Casi me mato unos meses antes cuando los responsables jefes scout nos llevaron de escalada a no sé qué peña (a mí me parecía el Everest) con nuestro equipo de alpinista completo: playeros, pantalones cortos, gorra, el pañuelo (que me imagino ahora que serviría para detener posibles hemorragias) y esa típica navaja multiusos con la que siempre te cortabas, abrieras el dispositivo que abrieras. Recuerdo esa sensación de pánico al bajar rodando por la ladera de la montaña, incapaz de mantenerme en pie por la gravedad demasiado grave, sorteando piedrísimas, aterrizando sin gorra, sin navaja, con una zapatilla menos y con el pañuelo casi convertido en soga de horca; con la cara y las rodillas rojas, comprobando que todos los dedos de las manos estuvieran allí.
Como superviviente de guerra, y aún no sé porqué, me volví a presentar; esta vez al campamento de verano scout en Ponferrada, en el valle del silencio; menos orgulloso y menos divino; aunque con los ojos un poco más abiertos.
Tuvimos juegos, charlas alrededor de hogueras donde dios siempre aparecía, contacto con la naturaleza, experiencia con la vida y con el miedo, y excursiones. En una de ellas, la última, nos perdimos tres guerreros de diez años; tres gigantes de poco más de un metro: mi jefe superior en rango y dos scouts rasos, uno de ellos yo.
Regresábamos al campamento después de haber visitado la herrería de Compludo; una caminata de dos horas, con las típicas gracias alegres de la edad: tirarse piedras, bajarle los pantalones al monitor que iba delante, tirarse pedos, escupir, poner voz de mayor, darse patadas en los testículos, rascarse las picaduras de insectos, echarse agua en las heridas de las zarzas... En un cruce de caminos no apareció Robert Johnson, sino que desapareció todo el mundo, menos nosotros tres; no recuerdo de qué manera; despiste quizás, falta de responsabilidad por parte de los monitores, o nuestra. Pero nos quedamos solos. Esperamos de pie, luego sentados, después de pie otra vez; miramos la posición del sol y con el paso de las horas, la posición de las estrellas, como si hubiéramos entendido algo del manual de supervivencia. Creo que ese día inventamos el manual del miedo, vino solo, sin proponerlo. El otro soldado raso no paró de llorar y de recibir tortazos de nuestro jefe, un jefe nada comprensivo que, por otro lado, seguramente quisiera estar debajo de las faldas de su madre en ese momento. Sé que discutimos, propusimos, debatimos... hasta que llegó la noche y nos trajo el pánico. Un pánico sin visión, con sonidos de monte que nunca habíamos escuchado. Pensamos tantas cosas tan deprisa que debimos crecer unos cuantos años de golpe, allí petrificados, con nuestro pañuelo al cuello. De esa noche sólo recuerdo que intentábamos dormir los tres muy juntos para combatir el frío, y que yo, que me había tocado en el medio, evitaba que sus brazos me rodearan, creyendo que por la mañana no podría liberarme de ellos, al estar muertos, congelados.
Al amanecer, el alivio de la luz y, me imagino, la claridad de las ideas. Encontramos un pueblo, una señora perpleja por nuestra situación y todo lo demás vino rodado. Los monitores tenían la cara
desencajada cuando nos vieron. Comimos como un rebaño en el campamento ante la mirada fija de los compañeros, como si volviéramos de una misión suicida, como héroes. Unos minutos de gloria estúpida para una decisión acertada: no volver nunca más. Y nunca más ponerme un pañuelo alrededor del cuello; ni siquiera una bufanda.

lunes, 29 de octubre de 2012


Hace muy poco, después de treinta años, regresé al valle del silencio, en Ponferrada, donde me perdí de boy scout con mi cantimplora y mi navaja suiza para matar osos salvajes por la noche, mientras intentábamos dormir los tres, mi jefe, otro niño que lloraba más que yo y yo, que sabía el camino de vuelta, pero que mi jefe-que tenía once años- no lo quería saber o simplemente no lo sabía; pero era mi jefe, con un pañuelo boy scout de más rango que el mío. Volví, sin navaja y sin cantimplora, pero en coche; cuando estuve a punto de volver a perderme regresé a las afueras de Ponferrada e hice esta foto. La historia de mi pérdida la voy a contar en otra entrada.