Viajar
es cultura. Conocer otras ciudades, otros países. Relacionarse con
otras personas de distinta lengua, religión, color de pelo. Comer o
acostarse a distinta hora, con distinta luna.
Pero
viajar también es bajar a la calle y mojarse con distinta lluvia o
perder el sombrero o peluquín con distinto viento. O quedarse en
casa, desconectar internet, y cerrar los ojos, desaparecer por un
momento. Inventarse unos raíles y avanzar echando humo, comiendo
carbón, haciendo ruido.
Idiomas
nuevos, museos, pensar, darte cuenta de que piensas, rodearte de
preguntas para buscar la mejor respuesta, ante un café francés, un
pueblo gallego, un director de tráfico italiano, una sobrasada
mallorquina o un abrazo portugués.
Viajar
es estar vivo o aprender de los muertos. Y caminar sin paraguas, y
sin diccionarios. Con la chaqueta medio abierta, hasta que el frío
lo permita. Y los zapatos sin plantillas, con los cordones relajados.
Hacer
un viaje. Sin contaminar. Llevar el mejor atuendo o el menos pesado.
Para volver lleno y organizar. Y volver a viajar.