Era
la mañana perfecta. El viento frío del principio del otoño. Las
casas grises y el barro mojado, a punto de cero grados, donde las
botas hacen el efecto de pisar la nieve. Nadie me dijo que te habías
quedado, lejos de mi casa, al otro lado de la ciudad, donde
recibirías el sol antes que yo, aunque fuera débil, ahora que ya
había pasado el verano.
Me
había despertado pensando en ti. No, no había pensado en ti; te
había soñado, a ti y a mucha gente que no dejaba de estar a tu
lado. Todos te estorbaban y tú parecías molesta. Pero tú también
les molestabas. Les mirabas tanto tiempo a los ojos que ellos no lo
podían soportar, disimulaban, y buscaban con la mirada una excusa,
una manera de desatarse. En ese momento te creías una diosa. A
veces, les dabas la espalda después de haberte acercado demasiado,
tanto como el roce del metro o los partidos de balonmano. Y sin
rozarlos, te evaporabas, buscando otras presas con otro encanto.
Redondeabas
los triángulos y conseguías, casi siempre, que incluso dos fueran
tres; y a esos tres les dabas la forma de círculo, contigo en el
medio, de eje, hasta que volvías a atacar y espalda con espalda les
volvías a despreciar.
Ahora,
ya me desperté del todo. Abriendo la ventana para airear la cama,
donde deberías haber estado, si no estuvieras al otro lado, de la
ciudad, donde el sol te recibe sola, sin que te des cuenta de que no
estoy a tu lado.
Nadie
me dijo que te fuiste, y nadie me dijo que te quedaste. Nadie me dijo
nada, porque nadie es un personaje inventado.