Min y Mon; así nos llamaban nuestros
tíos a mi primo y a mí, Miguelín y Ramón. Jeromín (Mon) y
Beethoven (Min) lo usaba más nuestro
tío Manolo. Igual yo hacía más el indio y mi primo estaba más
sordo, o no me escuchaba, que es casi lo mismo.
Min tenía una banda de delincuentes
donde yo hacía los papeles o la tarea de santa Teresa de Calcuta,
igual porque no sabía si prefería ser mujer de mayor o de menos
menor. La banda duró horas y a mí no me dio tiempo a hacer
milagros; supongo que convertir hierba seca en fuego no es un
milagro.
La banda de Min se dedicaba por
aquellos tiempos, minutos, a fastidiar a los grillos; con cerillas,
encendidas claro, que yo compraba con la excusa de que eran para mis
padres, les hacían salir aterrorizados, creo, de sus casa-grillo
(grilleras), casi como un desahucio, vamos, sin avisos protocolarios.
Yo no era un santo, era más una casi-santa; pero aquella situación
me entristecía y me hacía pensar en los pobres indios desalojados a
la fuerza, por los malos, de sus chozas. Min, por momentos,
ennegrecía de maldad como un grillo malo, un grillo puñetero (los
hay). Y su pelo se erizaba mientras mis palabras de súplica se
atascaban en su sordera.
Al atardecer, mi desobediencia ante la
demanda de suministros para la masacre, la banda de Min abandonó el
campo, un campo desolador, con decenas de cuerpos negros diminutos
esparcidos.
Sólo Min se quedó conmigo y con mi
caja de cerillas por estrenar, que usé como una especie de homenaje
hacia los pobres bichos indefensos. Sobre una diminuta hierba seca
coloqué un fósforo
encendido, la llama de la ceremonia por
los difuntos, para la liberación de sus pequeñas almas, el fuego de
la libertad expansible; tan libre y tan expansible, que se expandió
por toda una serie de matorrales muertos y resecos que bordeaban un
campo de fútbol que vi por primera vez y por última. Min volvió a
ser blanco, y yo dejé de ser santa para volver a ser indio.
No lo pensé hasta hoy, pero no creo
que quedara algún grillo vivo allí.