Vivo
en un garaje. En el coche de un amigo. Desde hace dos semanas. Es un
coche ranchera, de esos nuevos, esos coches grandes, altos, los que
por la noche te deslumbran por tu espejo retrovisor. Yo ahora no
tengo espejo retrovisor, ni coche, ni casa, ni trabajo. El espejo,
junto con el coche, lo tiene mi mujer, y la casa, también. El
trabajo lo perdí por un ataque de sinceridad que tuve contra mi
jefe. Él me felicitó por mi ética y por mi desnudez, pero me echó.
Mi mujer me echó por mi falta de ética y, aunque me desnudé, solo
tuve la opción de llenar una bolsa con ropa sucia de la cesta de al
lado de la lavadora y de coger la tarjeta del banco y el móvil. El
cargador me lo tiró por la ventana mientras se despedía de mí para
siempre.
La
mezcla de orgullo y vergüenza acabaron conmigo en el garaje de
Rafael, mi amigo; a pesar de sus constantes recomendaciones para que
me alojara, por un tiempo, en su casa, con su mujer, sus dos hijos y
con su gato. Le hice prometer que sería nuestro secreto. Que quería
pensar, desde el fondo, desde lo más bajo; volver a subir, con
nuevos cimientos.
Un
mes, le propuse. Encontraría un trabajo y una casa. Encontraría a
una mujer y, quizás, a un gato.
El
garaje de Rafael es comunitario. Dos plantas bajo tierra. La mía es
la más baja. La plaza está situada en un recoveco, un poco aislada,
junto a la plaza de otro coche. Algo de intimidad. La luz del local
no tiene temporizador; por una parte es genial para hacer cuentas,
leer o para no tener miedo, pero por otra parte, a la hora de dormir
o intentarlo, resulta un tanto angustiosa. Yo estaba acostumbrado a
la seguridad del hogar; a la puerta cerrada de mi casa, a la
televisión, a la infusión de después de la cena, a la cena
caliente, al aperitivo de antes de cenar, a la calefacción, al
control del termostato, al teléfono fijo, al móvil, al móvil de
empresa, a ducharme todos los días, a mirar por la ventana el frío
de los demás. Estaba, como diría una madre, mal acostumbrado. Una
madre republicana me diría que no sabía lo que era pasarlo mal.
Las
horas que paso en el garaje son como las que pasa un adolescente
esperando una novedad, interminables. La mayoría de edad no acaba de
llegar.
Todas
las mañanas a las siete y media, Rafael baja a por su coche para ir
a trabajar. Yo ya me he afeitado con una de esas maquinillas
eléctricas. Nos miramos. A él siempre se le escapa un suspiro. Nos
damos los buenos días y me dice que estoy loco. Me desea suerte y se
va. Salgo, con mucho cuidado, asegurándome de que ningún vecino me
vea. Cambio de bar cada mañana para desayunar; me da vergüenza
pasar diez o quince minutos en el baño, que serían más si no me
hubiera cortado el pelo como un militar. Leo los periódicos, sobre
todo el local; los anuncios de alquiler de pisos y los de trabajo.
Entre las ocho y media y las nueve, empiezo a moverme. Nunca había
caminado tanto. Voy a la oficina del Inem y recorro barrios enteros
buscando carteles. Suelo sentarme, no más de media hora, en un banco
del parque más cercano para descansar. Como el menú del día en el
bar más barato del barrio en el que me encuentre. Con el café me
suelen entrar ganas de llorar pero consigo controlarme hasta que
llega la noche y estoy en el garaje. Las tardes las dedico más a
buscar piso aunque, de reojo, no pierdo de vista cualquier posible
anuncio de empleo. Sin duda es el mejor momento del día; igual
porque me relaciono, porque hablo algo con los dueños de las casas
que visito.
Rafael
regresa sobre las seis. A partir de esa hora mi hogar está preparado
para recibirme. Pero yo voy más tarde, cada día más. Estiro el
tiempo.
Tengo
copias de la llave del portal, del garaje, del coche y de su casa. De
su casa porque Rafael y su familia se van los fines de semana a otra
casa que tienen en el campo; me obligó a tener esa copia, para
subir y poder ducharme, para lo que quisiera. Además se inventó que
sería más divertido ir en tren y dejar la ranchera en la ciudad.
Llevo
dos semanas viviendo en el garaje. Con tiempo para pensar. Me doy
cuenta ahora de que no necesito tiempo para pensar. Nunca lo he
hecho. Todo lo he tenido pensado, hecho. No puedo pensar. La angustia
es total. He perdido vista. He perdido pelo. No he ganado nada. Creo
que Rafael es mi amigo, creo que el único, porque de jóvenes nos
peleamos por su mujer y ganó él. Tampoco lo había pensado. Creo
que nunca saldré de este garaje.
Ese cuento merece novela. Besines, Gelín
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