Llevo
más de treinta años matando a gente. Y mi mujer, y mis dos hijos. Y contando a
los que mataron mis padres cuando heredé el estanco, tranquilamente pasen de
los mil, o más; es un estanco grande y bien situado. Hay un colegio al lado,
unos cuantos bares, una pescadería, una carnicería, una tienda de alimentación,
un quiosco… y, curiosamente, una farmacia enfrente, cruzando la acera, que es
de mi cuñado.
Uno
no acaba nunca de darse cuenta de que es un asesino. Sólo cuando echas en falta
a fulano o a mengano y después de un tiempo descubres que ha muerto. Y
recuerdas cuando le aconsejabas que visitara la farmacia de enfrente para que
le dieran algo por esa tos tan cogida que tenía, que no se le iba, ni a tiros,
ni en verano, ni nunca… luego, se te olvidaba, hasta que desaparecía otro
cliente.
Pero
siempre hay nuevos clientes. Y el colegio de al lado es una buena cantera.
Mis
hijos ya no trabajan aquí; el mayor acabó Medicina y el pequeño está terminando
Derecho. Sólo cuando vienen de visita nos echan una mano para seguir matando.
Al mayor, al médico, le hace mucha gracia ayudarnos a vender tabaco y, como es
muy gracioso, siempre le suelta algún chiste a algún cliente sobre la salud.
Todos se mueren de la risa. El pequeño, el de Derecho, es más soso y no se ríe
casi nunca, y habla de los derechos de la gente, y nos aburre; no creo que se
case nunca, es como hablarle a la pared. Y encima fuma; el único de nosotros
cuatro. Debe de ser tonto. No sé de dónde habrá sacado esa estúpida idea de
matarse poco a poco, con lo que ha visto, con la educación que ha tenido.
Me
jubilaré antes de tiempo. He ahorrado bastante, por mi cuenta, sin contar con
lo que me quedará de pensión. Ya no se fuma lo que se fumaba, y nos fríen a
impuestos. Tuve que vender el chalet que teníamos en las afueras, en el campo;
y alquilar, en invierno, nuestro piso de Mojácar. Pero vamos tirando. Eso sí,
en cuanto traspasemos el estanco, vamos a vivir la vida como nos merecemos, la
vida de los demás.