Cuando llegó a su casa
abrió y cerró la puerta con suavidad. Bordeó el pasillo pegado a la pared para
evitar que el suelo de madera crujiera, dando un pequeño salto hacia la cocina,
sorteando una de las tablas sueltas que tenía contadas. En la cocina abrió el
frigorífico e hizo recuento antes de intentar cenar. Hasta dentro de tres días
no cobraría las clases de inglés del único alumno que le quedaba. Estaba
empezando a olvidar el idioma. Y no tenía amigos ingleses con quien practicar. Los diccionarios los había vendido mal a una
tienda de compra venta, de las que te compran un libro por algo parecido a un
puñetazo y te lo venden por tres veces lo que te costó.
Debajo vivía la dueña
del piso; una señora muy mayor y muy amable. Ahora, había dejado de ser tan
amable, por lo menos con él, y con razón, los meses sin pagar el alquiler se
acumulaban peligrosamente, y las excusas se habían agotado, como la comida del
frigorífico, que parecía una cueva por el eco que producía, al abrir la puerta
con esperanza y, sobre todo, al cerrarla con desesperación; como esperando el
milagro de un dios en el que no creía.
Dentro, dos salchichas
en un paquete y un bote abierto de tomate con moho. Y en la despensa, una
botella de aceite de girasol boca abajo y algo de arroz; granos que podías
contar en diez segundos.
Hacía tiempo que no
cruzaba la ciudad de punta a punta para llegar al supermercado más barato. Y
recordaba estos viajes con emoción. Cuando lo poco es demasiado.
Se había acostumbrado
a ducharse con agua fría, cuando sabía que la dueña había salido, para que no
oyera el ruido de la madera, mientras corría por el pasillo para secarse y
entrar en calor. Algunos días, incluso, le parecía divertido y se reía. Otros,
corría más despacio.
Su único alumno no
volvió y decidió robar. El hambre hace que la gente cambie la manera de ser y
de pensar. Tampoco era un santo; pero nadie lo era. El primer atraco lo daría
en un quiosco y se llevaría dos o tres bolsas de gusanitos, de los que se ponen
cerca de la puerta, los que nadie quiere y ya están caducados. Mientras
preparaba el golpe por la noche, tendido en la cama, pensó que no había mucho
que preparar, que con sólo despistar un poco al dueño o esperar a que dentro
del quiosco hubieran tres niños, podría llevarse las bolsas de la entrada sin
problema. Tanto pensar en gusanitos le dio hambre y se comió las dos salchichas
del frigorífico, sin freír; también se le había acabado el gas. Y tiró la lata
de tomate con moho a la basura. A partir de mañana su hambre cambiaría.
Dos horas antes de que
el quiosco abriera, él ya estaba despierto y dando vueltas por la casa,
esquivando maderas con ruido. Había dormido unas horas gracias a la cena
improvisada. Se tomaría una café en algún bar repleto, aprovechando el día del
mercado en la ciudad, y aprovecharía no pagar, colándose entre los vendedores
de frutas y verduras. Casi siempre se llevaba una naranja y un tomate.
Se dio cuenta de la
estupidez del robo de tres bolsas de gusanitos de camino al quiosco. El hambre
le estaba engañando. Si podía comerse una zanahoria cruda gratis en el mercado,
qué hacía robando bolsas de harina requemada con sal... pero era un reto, igual
que el reto del mercado, cuando lo fue y se lo tomó en serio. Y ahora iba a ser
mucho más fácil. Se podía acostumbrar a robar distinto tipo de comida en
distinto lugar. No podía caer en la tentación de un supermercado. Nunca saldría
bien. Tenía que ir poco a poco. Y pasear es bueno para la salud.
El quiosco estaba
abierto y dentro no había nadie. Después de haber menospreciado a los gusanitos
y sabiendo que iba a cambiar su modo de ladrón recién comenzado, ni siquiera
esperó a ver si algún niño estaba dentro del quiosco; se dirigió a él, cogió
los gusanitos y se fue. Nadie lo vio. Y el dueño tampoco. Tuvo la intención de
volver y llevarse todas las bolsas de patatas, chetos y demás porquerías. Pero
aún tenía miedo. Y no lo hizo.
De vuelta a su casa,
pasó por el mercado donde los vendedores ya estaban recogiendo sus cosas. El
dueño del bar donde se había tomado el café que no pagó, salió a su encuentro.
Él, asustado, le tiró las bolsas de gusanitos a la cara y echó a correr.
También se le cayeron la naranja y el tomate de los bolsillos algo pequeños de
su chaquetón. A los cinco minutos paró en una calleja y vomitó. Los gusanitos
de una de las bolsas que sí había comido y las salchichas del día anterior. Y
se puso a llorar. Y paró porque tuvo que volver a vomitar. Nada, esta vez. O
aire, más bien.