Regresó
a casa. Solo. La luz fuerte del atardecer le recibía en su hogar.
Una casa a las afueras de la ciudad. Tranquila, aunque recientemente
estuvieran construyendo otras alrededor; grande, luminosa y caliente.
Hacia el sur. Su mujer no había llegado aún y sus hijos tampoco;
estarían con ella. Sí estaba su perro “Gabri” que lo asaltó a
besos en cuanto apareció por la puerta del jardín. Se le parecía
tanto a él, que decidió llamarlo como a él: Gabriel. No conseguía
que dejara de subírsele encima con esas patazas de mastín, y esos
lametazos en su cara, a traición... pero no le importaba porque
sabía que eso era amor. Entró en la casa y cerró las tres ventanas
de doble cristal que les instalaron en el salón de la planta baja.
Siempre tenía que cerrarlas él, nadie se acordaba; sabiendo que al
atardecer todos los mosquitos buscan refugio. Gabriel era un hombre
muy ordenado, limpio, consecuente, delgado y muy metódico. No
soportaba este tipo de cosas, aunque el amor, llegado el momento,
podía con todo. Se descalzó en la entrada y se puso las babuchas de
medio borreguillo. Fue a la cocina y abrió una lata de aceitunas.
Derramó parte del líquido en el fregadero hasta que pudo ver a
cinco de ellas. Las sacó y las colocó en un plato de té. Comió
una y contó cinco segundos. Así lo hizo con el resto, con el mismo
intervalo de tiempo. Oyó ladrar a “Gabri” afuera. Cogió el saco
de pienso, salió al jardín y llenó el plato del perro; hasta el
borde pero sin rebasarlo, como un guiso bien hecho. Gabri se le
subió, le dio un lametazo y se puso a comer. Gabriel tuvo sed. En la
cocina recogió un plato pequeño manchado de algo parecido al
vinagre, por el olor. Detestaba este tipo de cosas. Cuando alguien
descoloca algo, o ensucia algo, o algo no tiene que ver con otra
cosa, se arregla y punto. Siempre tenía que hacerlo él.
Subió
al piso de arriba. La habitación de los niños no tenía camas.
Volvió a mirar. No tenía camas. El papel de las paredes estaba
arrancado, a tiras; parte en el suelo y algún resto en la pared. El
papel que él encargó con dibujos de Walt Disney. La habitación
tampoco tenía muebles. Se apoyó en el marco de la puerta. Un vaso
de agua y llamaría a la policía. Pero antes miró en su habitación;
parecía estar en orden, aunque la cama estaba deshecha, otra vez.
Esta vez no le importó demasiado. Se aseguraría bien de lo que
faltaba en la casa antes de llamar. No quería hacer el ridículo;
pudiera ser que su mujer quisiera cambiar el cuarto de los niños,
dándole una sorpresa. Volvió al piso de abajo y no parecía faltar
nada; la televisión, el dvd, el sofá, los muebles en el salón, la
lavadora, el frigorífico, el microondas en la cocina. Todo estaba
allí. Cogió un vaso, lo llenó de agua y regó las dos plantas que
tenía en la encimera, al lado de la ventana, desde donde se podía
ver el jardín. Fue al cuarto de baño, se miró en el espejo y posó
el vaso en el mueblecito de al lado de la ducha. A simple vista pudo
contar entre diez y quince vasos, y un rollo de papel higiénico
vacío, esperándole. Tuvo mucha sed y volvió a la cocina. Abrió
una lata de aceitunas y derramó parte del líquido en el fregadero
hasta que pudo ver a unas cuantas flotando. Colocó a cinco de ellas
sobre un plato de té y comió una. Necesitaba sentarse. Fue hacia el
salón, pero a los cinco segundos volvió a la cocina, se comió una
aceituna, cogió el plato de té con las tres que quedaban, volvió
al salón, se sentó en el sofá y colocó el plato en la mesita de
al lado, cerca de él, donde otros platos de té luchaban por hacerse
un sitio y no caer al suelo. La foto de su boda no estaba en la
mesita. Miró hacia el mueble de la televisión, buscando las fotos
familiares; las fotos con su mujer, con sus hijos, de sus viajes, de
sus domingos. Allí no había nada. Y se temió lo peor. Subió las
escaleras corriendo, entró en su habitación y abrió el armario. Su
mujer lo había abandonado. Su ropa no estaba. Y se había llevado a
los niños.
Gabriel
tuvo mucha sed. Pero no encontró las escaleras para bajar a la
cocina. Ya estaba abajo; y no había nada que subir porque no había
ninguna escalera, ni ningún piso de arriba. Necesitó todo el aire
del mundo y necesitó abrir sus tres ventanas de doble cristal. Pero
no se pudo mover. Estaba sentado en un coche; un coche grande, tipo
ranchera, con un fuerte olor a vinagre. Notó que sus pies pisaban
algo resbaladizo; miró hacia abajo y descubrió a unas cuantas
aceitunas sobre la alfombrilla.
Escuchó
una puerta metálica, como la de un garaje, y unos pasos. Desde el
coche vio a Rafael, su único amigo, que se acercaba, con una botella
de agua.