Era
la boda de su exnovia. Sabía de antemano que no tenía que ir. Pero
fue. Lo suyo duró un año y medio, o dos; igual duró menos de un
año. Ella no era para él y a él le duraban poco las cosas. Él la
quería con locura, suya, pero con locura. No podía pensar si ella
no estaba a su lado, no comía si ella no le acompañaba, no se
duchaba si ella no le olía (no, perdón, esto se me ha escapado), no
contaba las baldosas de camino a casa si ella no le esperaba, y,
aunque las contara, perdía el significado, perdía la constancia al
saltar las baldosas mal alineadas, perdía el juego y perdía la
razón.
Si
ella ya no estaba, era porque estaba más en casa de otro, de su
futuro marido político, de su nuevo amigo, del hombre que se la
había robado, a su amor; su exnovia ya no le imaginaba contando
baldosas sin significado o sin razón y, seguramente, se habría
odiado por no quererle, alguna vez.
Cómo
no iba a ir a su boda. Que hubieran sido novios no era un
impedimento, en pleno siglo XXI, era más fuerte la amistad y todas
esas tonterías. Si no iba, sería un retrógrado machista celoso, y
si iba, solo un celoso liberal libre pensador. Entonces fue. Parecía
menos imbécil si iba.
No
quería llegar tarde. Tampoco quería llegar demasiado pronto. No
sabía cuándo llegar. No se compró un traje nuevo para ver cómo su
nuevo amigo le quitaba a su nueva mejor amiga. Pidió prestado uno
casi nuevo a un primo suyo que no salía casi nada de casa. Se dejó
barba de tres días y optó por no llevar corbata, pero con los
zapatos limpios y brillantes, entre Al Pacino y George Clooney. Que
se fastidiaran todos. No entraría en la iglesia; desde cuándo su
exnovia era creyente, sí, ya, eran cosas que se hacían por el
sentido común, por los demás, la familia... esperaría fuera; le
daba un aire de seguridad y además estaban en el siglo XXI. No tenía
con quien ir. Bueno, sí que tenía. Amigos y amigas. Si aparecía
con una amiga, todos sabrían que era mentira, y si aparecía con un
amigo... bueno, no sé que parecería. Fue solo. Era lo mejor.
Al
final llegó demasiado tarde, no encontró sitio para aparcar y ya
estaban todos dentro. Bien, un poco de tensión. Que se fastidiaran
algo. Fumó tabaco negro a la puerta de la iglesia; ni muy cerca ni
muy lejos; y se pisó un poco, también, los zapatos limpios. Empezó
a llover, mejor. El pelo mojado y despeinado, los cuellos de la
chaqueta subidos y el cigarrillo en los labios... ni James Deam
podría estar a su altura. No paraba de llover y su poco pelo mojado
dejaba entrever su aterradora calvicie. Aunque los paraguas fueran
para los perdedores, decidió resguardarse. Entró en un bar cercano
desde donde podía vigilar la puerta de la iglesia. Se tomó dos
vodkas seguidos, porque no podían ser olidos. Pidió un tercero.
Seguía lloviendo. Llevaba una hora y media esperando y nadie salía.
Empezó a fastidiarse, un poco. Sus zapatos no brillaban ya nada. El
cuarto vodka le produjo arcadas.
La
gente comenzó a salir de la iglesia; poca gente y casi toda esa
gente eran señoras mayores vestidas de negro. Eso no era su boda. No
era ninguna boda; era una misa normal y creyente. Tuvo ganas de
vomitar y fue al baño. Limpió, sin darse cuenta, la taza del váter
con sus pantalones; era un servicio demasiado pequeño como para
desenvolverse. Vomitó sin tiempo para concentrarse, sin aviso. Su
primo ya no querría ese traje. Y sonó el móvil, con un mensaje, de
su exnovia. “Pensaba que vendrías. Igual es mejor así”. El
teléfono se le escapó de las manos y acabó en el fondo del
retrete. En el fondo de sus miserias, de su seguridad, de su teatro y
de su vodka.