Rosa, feliz, recién comido y recién
salido de la charca. Mirando de reojo a la gocha que le gusta.
Tímido, enamorado, respetuoso.
Atiborrado, hinchado, casi sin poder caminar, contento. Imaginando
momentos felices. Recordando los que ya tuvo. Componiendo poemas para
su gocha, pero sin atreverse, sin dar el paso para que le quiera.
Infinítamente dubitativo. Tumbado en el infinito de su
desconocimiento o, quizás, del nuestro. Sin nuestras preocupaciones.
O quizás sí.
De repente otra vez tumbado, pero
encima de la mesa grande de la cocina vieja, la de al lado del
trastero de la casona, la que ya no se enseña, o sólo a los
familiares, que ahora están a su lado, todos, con cuchillos.
Mirándole con pena unos, otros haciéndole fotos, el niño malo
tirándole del rabo, el niño infinitamente introvertido en un rincón
del trastero, recogiendo los poemas, los que el gocho ya no usará,
para después, seguramente contárselos a la gocha, que se ha ido
corriendo lejos, para no escuchar los gritos.