miércoles, 31 de octubre de 2012

La Pérdida


Creo que fue en verano de 1982, donde España hizo el ridículo padre en su propio mundial, cuando
me perdí por primera vez; en el monte. Yo era un orgulloso boy scout, con pañuelo anudado al cuello, información sobre primeros auxilios, conocimientos de supervivencia, creencia en ser divino
y creencia en ser divino, también. Monitores monaguillos a mi alrededor y, casi en mi interior, pederastas condecorados. Cuotas mensuales al día, comida de mediopensionista, horas de estudio obligado con borradores volantes y tortazos espontáneos esporádicos.
Casi me mato unos meses antes cuando los responsables jefes scout nos llevaron de escalada a no sé qué peña (a mí me parecía el Everest) con nuestro equipo de alpinista completo: playeros, pantalones cortos, gorra, el pañuelo (que me imagino ahora que serviría para detener posibles hemorragias) y esa típica navaja multiusos con la que siempre te cortabas, abrieras el dispositivo que abrieras. Recuerdo esa sensación de pánico al bajar rodando por la ladera de la montaña, incapaz de mantenerme en pie por la gravedad demasiado grave, sorteando piedrísimas, aterrizando sin gorra, sin navaja, con una zapatilla menos y con el pañuelo casi convertido en soga de horca; con la cara y las rodillas rojas, comprobando que todos los dedos de las manos estuvieran allí.
Como superviviente de guerra, y aún no sé porqué, me volví a presentar; esta vez al campamento de verano scout en Ponferrada, en el valle del silencio; menos orgulloso y menos divino; aunque con los ojos un poco más abiertos.
Tuvimos juegos, charlas alrededor de hogueras donde dios siempre aparecía, contacto con la naturaleza, experiencia con la vida y con el miedo, y excursiones. En una de ellas, la última, nos perdimos tres guerreros de diez años; tres gigantes de poco más de un metro: mi jefe superior en rango y dos scouts rasos, uno de ellos yo.
Regresábamos al campamento después de haber visitado la herrería de Compludo; una caminata de dos horas, con las típicas gracias alegres de la edad: tirarse piedras, bajarle los pantalones al monitor que iba delante, tirarse pedos, escupir, poner voz de mayor, darse patadas en los testículos, rascarse las picaduras de insectos, echarse agua en las heridas de las zarzas... En un cruce de caminos no apareció Robert Johnson, sino que desapareció todo el mundo, menos nosotros tres; no recuerdo de qué manera; despiste quizás, falta de responsabilidad por parte de los monitores, o nuestra. Pero nos quedamos solos. Esperamos de pie, luego sentados, después de pie otra vez; miramos la posición del sol y con el paso de las horas, la posición de las estrellas, como si hubiéramos entendido algo del manual de supervivencia. Creo que ese día inventamos el manual del miedo, vino solo, sin proponerlo. El otro soldado raso no paró de llorar y de recibir tortazos de nuestro jefe, un jefe nada comprensivo que, por otro lado, seguramente quisiera estar debajo de las faldas de su madre en ese momento. Sé que discutimos, propusimos, debatimos... hasta que llegó la noche y nos trajo el pánico. Un pánico sin visión, con sonidos de monte que nunca habíamos escuchado. Pensamos tantas cosas tan deprisa que debimos crecer unos cuantos años de golpe, allí petrificados, con nuestro pañuelo al cuello. De esa noche sólo recuerdo que intentábamos dormir los tres muy juntos para combatir el frío, y que yo, que me había tocado en el medio, evitaba que sus brazos me rodearan, creyendo que por la mañana no podría liberarme de ellos, al estar muertos, congelados.
Al amanecer, el alivio de la luz y, me imagino, la claridad de las ideas. Encontramos un pueblo, una señora perpleja por nuestra situación y todo lo demás vino rodado. Los monitores tenían la cara
desencajada cuando nos vieron. Comimos como un rebaño en el campamento ante la mirada fija de los compañeros, como si volviéramos de una misión suicida, como héroes. Unos minutos de gloria estúpida para una decisión acertada: no volver nunca más. Y nunca más ponerme un pañuelo alrededor del cuello; ni siquiera una bufanda.

lunes, 29 de octubre de 2012


Hace muy poco, después de treinta años, regresé al valle del silencio, en Ponferrada, donde me perdí de boy scout con mi cantimplora y mi navaja suiza para matar osos salvajes por la noche, mientras intentábamos dormir los tres, mi jefe, otro niño que lloraba más que yo y yo, que sabía el camino de vuelta, pero que mi jefe-que tenía once años- no lo quería saber o simplemente no lo sabía; pero era mi jefe, con un pañuelo boy scout de más rango que el mío. Volví, sin navaja y sin cantimplora, pero en coche; cuando estuve a punto de volver a perderme regresé a las afueras de Ponferrada e hice esta foto. La historia de mi pérdida la voy a contar en otra entrada.